La vida son momentos. Siempre lo ha sido. Disfrutar del instante sin pensar en el futuro. Saborear el hoy, sin recordar el ayer y sin buscar el mañana.
Cuando el árbitro señaló el final del último derbi, el estadio Metropolitano estalló. Las casi setenta mil gargantas presentes se fundieron en una sola voz y exhalaron toda la tensión contenida entonando la letra más bonita del mundo: el himno del Atlético de Madrid.
Hay quien se ha tirado una semana entera mofándose de aquello. Sentando cátedra sobre qué se debe y qué no celebrar. Intentando instruir al resto en el verdadero dogma del orgullo, ese que solo da el metal. Para mas inri, un único metal. Como si la gran mayoría de los mortales tuviésemos que pasear con cabeza gacha, solo porque no podemos permitirnos un chalet en la zona cómoda de la ciudad o porque nos es imposible conducir un Tesla. Como si se nos hubiese negado la alegría, el derecho a celebrar cualquier logro que no cumpla con los cánones de los que hoy se erigen como dueños y señores del relato oficialista.
El otro día pasé por la puerta de una administración de loterías. En la cristalera, un cartel anunciaba la disponibilidad de números para el tradicional sorteo de Navidad. Varios eran los que se agolpaban ya a la entrada para adquirir su boleto, pero me llamaron la atención dos. Una señora mayor hacia cábalas y hablaba de números bonitos y feos. Le contaba a la de al lado los planes que tenía por si le tocaba el gordo: Viajes, casas, coches… En poco menos de un minuto soltó una retaila de deseos fanfarrones y ostentosos que hizo que el resto de la fila la mirase compartiendo su deseo. Todos salvo uno. Se situaba al final de la cola y esbozó una sonrisa al ver aquello. «A mí con que me toque la pedrea para pagarme una cena con la novia.» Y pobre del que quiera robarnos la ilusión.
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