Eran poco más de las siete de la mañana cuando mi vecina salía a trabajar. Nos cruzamos en el rellano, ella se marchaba y yo volvía. Me miró con extrañeza y preguntó. «Vengo de Alemania, de ver jugar al Atleti.» Si hubiese contestado que venía de alguna discoteca seguramente su cara no hubiera reflejado tanta sorpresa.
El partido de Dortmund supuso un palo. Un palo gordo para una afición que soñaba con las semifinales de esa competición que le ha brindado más desgracias que alegrías y que, con cabezonería rojiblanca, aún se empeñan en ganar. Me fijé a mi alrededor. Las caras de decepción, mezcladas con el cansancio de muchas horas de avión, tren, autobús y largas esperas en terminales de media Europa. La gran mayoría eran rostros jóvenes. Chavales, y chavalas, que no pasaban de la treintena y que, lejos de dejarse el dinero en conciertos de esos artistas que dominan las listas de Spotify, habían viajado hasta tierras alemanas para alentar al Atlético de Madrid.
El partido se había perdido. Los cuartos habían marcado el punto más alto al que aspirar ese año. Borrón y cuenta nueva, ya no se podia hacer más. Del plano deportivo hablarían posteriormente en tertulias, debates, redacciones y podcast, profesionales o no. De lo otro, de la grada, del sentido de pertenencia, del legado rojiblanco, no te hablaran en ningún sitio.
La temporada 23/24 de la afición del Atlético de Madrid ha sido de sobresaliente. Destacados en todas las visitas a domicilio en competición europea, dando colorido y espectáculo comandados por el Frente Atlético, pero también agotando el cupo en varios estadios del territorio nacional y creando un fortín en el Metropolitano del que era muy difícil sacar resultados a favor. Con el regreso del escudo a la vuelta de la esquina, cerrando por fin la brecha social, el futuro de la grada colchonera se presenta esperanzador.