Una camiseta amarilla con el logo de cierta marca de electrodomésticos en el pecho. Un rubio platino. Unas Total 90. Todos quisimos ser el 9. No había más. En pleno naufragio, la única boya a la que aferrarse se llamaba Fernando, el ídolo de todos. No he conocido a ningún niño que se asomase al mundo del Atlético de Madrid en torno a los 2000 y no quisiese ser Torres. Canterano. Ídolo. El bastión de una generación completa. El espejo en el que mirarse. El motivo de muchas lágrimas cuando se anuncio su marcha a la ciudad de los Beatles. Todos juramos que, de haber estado en su lugar, nunca hubiéramos abandonado al Atleti.
Un tal Koke lo logró. Desde las categorías inferiores hasta debutar en el primer equipo. Saltó al Manzanares y metió un gol que, como en aquella canción de Leiva, todo el Calderón chilló. Y cumplió lo prometido: no abandonó el Atleti. Por muchas ofertas que llegaron, el vallecano se mantuvo firme. Por muchos cantos de sirena que llegasen de Alemania. Por muchos ojitos que le hiciesen en la Ciudad Condal. Todo al rojiblanco.
Todo atlético de bien debió brindar en el momento en el que la renovación de Koke se hizo oficial. Después de muchos años de mirar hacia fuera y ver cómo otros clubes mantenían año tras año a sus referentes, por fin teníamos nosotros algo así. Nuestro Totti. One Club Man, que les gusta decir a los ingleses. El jugador que más veces ha vestido la rojiblanca. El que puso la bandera que tenía desde niño en el centro del Bernabéu, justo después de ganar un titulo y poner fin a una sequía en derbis. El que volvió con una Liga a un Neptuno que no veía un campeonato doméstico desde el doblete.
Celebrar una renovación de Koke es celebrar el Atlético de Madrid. Es celebrar que la llama sigue viva y que al menos uno de nosotros pudo cumplir su promesa: No marcharse nunca del Atleti.
