A la derrota y a la muerte, una vez asumimos su condición de inevitables, se les debe exigir un escrupuloso respeto por la estética. Dicho esto de antemano, recuerda uno pocas derrotas tan lindas como la que el Atleti cosechó el fin de semana pasado. Fue una derrota completa. Redonda. Una derrota de sabor mucho más agradable que cientos de victorias. Una gran derrota que nos mandó a nuestro cuarto, sin cenar, a los que en ocasiones abrazamos el resultadismo como manera de vida. El pitido final nos dejó maltrechos y vencidos, pero orgullosos. Fue una derrota guapa a rabiar.
Ayudó, seguramente, que la derrota tuviera como escenario ese campo que desde hace tiempo se ha erigido en referencia del gusto futbolístico. Cuestión de etiquetas. Uno piensa que desde que los emiratos ofrecieron a Xavi un retiro sin retirada, el fútbol que se ve en ese estadio se ha afeado notablemente, pero es complicado para los que encasillan cambiar de registro. Las etiquetas, las preconcepciones que la mayoría traen de casa fue una de las dos únicas cosas que le sobraron al encuentro. La violencia, ese injusto sambenito que acompaña nuestros actos desde que el Atleti decidió colarse por la gatera en los salones de tapices donde se reparten los títulos, volvió a sobrevolar las crónicas y comentarios posteriores al choque. Por fortuna, la gente del fútbol no piensa de esa manera. De Luis Enrique, entrenador al que todo el zen del que Guardiola dejó impregnado su banquillo le tira de sisa, no sé si podemos asegurarlo. Él se lo pierde.
La otra cosa que sobró fue el colegiado. No seré tan previsible como para discutir la expulsión de Filipe Luis. La roja fue tan justa como la entrada reprochable, dado el lugar en el que dejaba al equipo. El lance, además, tuvo algo de comprensible dentro del contexto al que el árbitro, con precisión de croupier repartiendo cartas marcadas, había llevado el partido. Digo que fue el trencilla quien llevó el partido a ciertos terrenos y digo bien, no fue el rival pese a que éste se mostró inmisericorde ante los pocos desajustes en que los nuestros incurrieron. El navarro administró justicia con el papel memorizado de antemano. Sabiendo qué y a quién. Mitigando a base de tarjetas amarillas el insultante dominio que los de rojo y blanco ejercieron en los primeros minutos de juego. Los libros de historia reflejarán que expulsó a dos jugadores expulsables y que sacó el partido adelante. Mentirán. No hace falta inventarse penaltis para perjudicar los intereses de uno de los contendientes. Mal Undiano, mal.
Pese a todo, les comentaba antes que la derrota fue preciosa. Encerrar en su área de principio al líder de la liga, a un equipo a cuyas estrellas se las conoce por sus siglas en tertulias deportivas y casas de comidas, tiene su aquel. Hacerlo además en medio del temporal y jugando con diez, tiene un mérito innegable. Constatar que, cuando el choque desembocaba en un descuento insuficiente –otra vez Undiano, diligente–, una falta lateral a ejecutar por un equipo mermado –nueve hombres–, provoca escenas de pánico entre jugadores, técnicos y hasta varios notables de la política catalana que, dada la ocasión, dejaron el procés aparcado en zona de minusválidos, no tiene precio. Salió el Atleti reforzado en la derrota tras unos partidos que sembraron ciertas dudas. Todas ellas se disiparon en el Nou Camp. Debería ser delito dudar de este grupo y del que maneja el timón. Volvió a demostrarse que el Atleti sabe perder como nadie. Esa manera de perder, que cantó Sabina, hace que el aficionado rojiblanco sea el único que le sonríe a la derrota de la misma forma que riega de lágrimas sus triunfos. No lo confundan con la tontería esa de los sufridores ni otras zarandajas. Se trata de que solo el Atleti es capaz de pintar en su lienzo derrotas tan bellas como la del pasado sábado.
Foto: Ángel Gutiérrez. Fuente: clubatléticodemadrid.com