Una cabina de teléfono

Ya ha pasado un mes desde aquella mágica noche de Anfield. Yo estuve allí, con mis hermanos, en un viaje atípico, sumidos en la duda de si hacer lo que queríamos hacer, lo que teníamos que hacer, era lo correcto. Empezaban a circular las voces del miedo a la pandemia del coronavirus y en la previa de aquel feo día en Liverpool no se habló de Klopp ni de Simeone, ni del uno a cero de la ida, ni del infierno que luego podría ser el partido. Se habló de si estábamos haciendo bien al estar allí, de si las cosas estaban tan mal como parecía, de si irían a peor. Nos mirábamos y tratábamos de encontrar explicaciones mientras apurábamos la que sería la última cerveza de la última gran noche. Aunque todavía no lo supiéramos.

Llegó el partido y durante dos horas la realidad fue solo aquello. El fútbol, bueno, seamos concretos, el Atleti, desplegó esa magia omnipotente que es capaz de transformar la realidad, de construir mundos alternativos. Sufrimos, como en Munich y ganamos, como aquel día. Destronamos al más poderoso, redujimos a Klopp, como en su día sucediera con Guardiola. De nuevo, durante aquella noche, fuimos los mejores. Gritamos con rabia y volvimos al frío de la realidad. La noche en Liverpool era gélida y silenciosa. El día después del regreso estábamos confinados en nuestras casas.

Sí, todo era peor de lo que podíamos imaginar, todo era más cruel de lo que sabíamos, más macabro. Nos aislamos con esa sensación de novedad, un aislamiento lleno de comodidad, de series y mensajes. La vida se convirtió en una sucesión de desgracias, de números terribles, muertos, contagiados, más muertos cada día en una distancia más o menos cercana. El hogar una frontera invisible contra un enemigo invisible. De repente nos olvidamos de leer, de escribir, nos confundía lo importante, nos olvidamos también del Atleti, estábamos definitivamente perdidos frente al virus. Pero la resiliencia es inevitable con el paso del tiempo, o la encuentras o te encuentra, los que somos del Atleti la llevamos en los genes. Y la vida vuelve poco a poco, dentro de la frontera, atrincherados en este confinamiento obligado, pero todo va recobrando su color: las lecturas, lo que verdaderamente importa y claro, el Atleti.

En el camino conocimos la muerte de Peiró, y la de Capón, también Radomir, el primer gran entrenador de nuestra generación, más tarde Jones. El virus está golpeando con saña a la Historia del Atlético de Madrid. Yo no vi jugar a Jones, ni al galgo del Metropolitano ni tampoco al bigotudo Capón, pero oí hablar mucho de ellos, los conocía por ser parte de la historia y sí conocí, claro a Radomir. Antic, el entrenador que nos llevó a ganar la primera de las dos Ligas que yo he visto ganar a mi equipo. Era el año 95 y yo estudiaba en Granada una carrera que no me gustaba, Antic fue poco a poco haciéndonos sentir los mejores. Ganábamos a todos, jugábamos mejor que todos. Me pregunto ahora qué defecto sacarían los gurús a aquel equipo, no los recuerdo ahora (a los gurús, digo). Eran los mejores años de la vida, la Universidad, todo por delante, el Atleti por fin ganando. A Radomir Antic le debo mucha felicidad, muchas noches de juerga, la alegría exultante y casi inédita pero sobre todas las cosas, le debo un momento de mi vida, uno de los momentos de toda mi vida. Aquel día del Albacete yo saliendo del bar, ya medio borracho, andando por el camino de Ronda en busca de una cabina de teléfono. Yo metiendo unas monedas frente a la antigua estación de autobuses y al otro lado de la línea mi familia entera, gritando, cada uno a su manera. Todavía puedo ver como aquel día veía, aunque lo no viera, a mi padre con su bigote recio, como el de Capón, temblando de los nervios, y riendo y preguntando qué me parecía, a mi madre, a la que le importaba el fútbol una higa, loca de contenta, y sobre todo a mis hermanos, con los que últimamente he viajado tanto, como si el Atleti estuviéramos obligados a vivirlo juntos. También juntos estuvimos aquel día de mil novecientos noventa y seis. Ellos gritando al otro lado de la línea: al pequeño lo puedo ver saltando como el niño que era y al del medio, agarrado al teléfono, llorando, llorando a mares, y repitiendo una y otra vez: ahora sí, ahora sí, ahora sí. Todavía puedo recordar aquel estruendo, y mi llanto, y la última moneda cayendo mientras retumbaban los ahora sí de mi hermano Diego. Y mi regreso a la fiesta, a la alegría, sin saber todavía que recordaría aquella cabina de teléfono todos los días de mi vida.

Muchas gracias Radomir Antic y ojalá disfrutes de la misma gloria que nos diste allá donde hayas ido.

Autor: José Luis Pineda

Colchonero. Finitista. Torrista. Nanaísta. Lector. Escribidor a ratos. Vivo en rojiblanco.

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