Perdonen. De verdad. Perdónenme. Con el gol de Saúl cometí el error de abrazar a mis compañeros de grada, esos que se van a Liverpool con o sin entrada y que merecían seguir soñando. En el minuto 3 tuve el fallo de llorar cuando vi que el balón atravesaba la red. Desde que el bombo deparara un cruce contra los Reds no ha existido ningún atlético al que no se le pasase por la cabeza una dolorosa y cruenta derrota. No pasa nada por admitirlo, a todos nos ha pasado. Todos hemos visualizado marcadores imposibles y a los nuestros doblando rodilla frente al mejor equipo de Europa, ese que venía de un año sin perder.
Pero el Atlético de Madrid es diferente. Así que la mañana de un martes 18 de febrero te levantas, te miras al espejo y no te ves a ti. En el lugar que debería ocupar tu cara está la imagen de Mel Gibson interpretando a William Wallace. Lo ves con la cara pintada de rojiblanco enseñándole el culo a toda una tropa inglesa comandada por un alemán con gafas y gorro. Lo que antes era miedo se transforma en una pequeña sonrisa furtiva que ilumina tu cara. En ese momento piensas en Forlán con el torso desnudo corriendo por Anfield después de mandar un pase de Reyes al fondo de la red. Con el primer pestañeo ves el Calderón botando después de un gol de Koke al Barcelona en cuartos de final de esa maldita competición. A Saúl convertido en Oliver Atom frente a los centrales del Bayern. Te ves a ti mismo achicando balones en Múnich mientras el tiempo del cronómetro pasa muy lento.
Y mientras visualizas todo eso no te cercioras de que ya vas en el bus rumbo al estadio, que la mañana se te ha pasado volando y que instintivamente tarareas el “Muchachos.” El miedo ya no existe en ti y lo único que tienes es ese cosquilleo de noche grande. Mientras te vas acercando no paras de recibir en tu teléfono vídeos y fotografías del recibimiento al equipo. Te bajas del bus, apuras una cerveza y entras a la grada más de media hora antes y, para tu sorpresa, no eres el único. Por un momento, si cierras los ojos, puedes escuchar el eco de un ya lejano Vicente Calderón.
Puedo hablar del partido, de cómo el entrenador al que muchos querían fuera se cargó tácticamente al técnico de moda. Como Simeone dispuso un sistema defensivo que impidió al Liverpool disparar a portería en 94 minutos. De cómo Koke volvió a ser el punto de apoyo sobre el que todo el equipo giraba. Del poderío físico de Thomas, la aparición estelar (otra más) de Saúl en una noche europea o de la primera ovación que el Metropolitano dedicó a Correa. Pero prefiero pedir perdón. Perdón por seguir creyendo. Perdón por celebrar una victoria contra un equipo que nos iba a meter, como mínimo, 5 goles en cada partido. Perdón por seguir insistiendo en ponerle corazón a un fútbol moderno que no entiende de valores. Perdón por seguir creyendo.
Perdón, por seguir siendo Atlético de Madrid.
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