Cuando suena el nombre de Adelardo, en la ribera del Manzanares se pone firme hasta el oso del escudo. Adelardo no es un nombre cualquiera, es el nombre de uno de esos hombres que sellaron los cimientos del fútbol de antes que tanto añoramos ahora, un nombre de esos que terminan cosidos en las tapas del libro de la leyenda.
Adelardo es el hombre de voz ronca de mandaba en el Atlético cuando el Atlético, como ahora, mandaba de verdad. Daučík lo rescató de aquel Badajoz de la posguerra para llevarlo a la gloria de la capital en rojo y blanco. Con el Atleti ganó todo: tres Ligas, cinco Copas, una Recopa y la Intercontinental, y también, para completar su carrera y dejar el legado de que los triunfos también se rodean de fracasos, un día de San Isidro perdió. Aquella noche en Bruselas miró al palco antes de tiempo tratando de pensar por qué escaleras tendría que subir a recoger el título que le faltaba, la copa de las Copas, y entonces un alemán de nombre impronunciable, con aquel gol imposible, destrozó los sueños de medio Madrid, y dejó al capitán eterno del Atlético con la mirada perdida para siempre en aquella escalinata.
Adelardo siguió sumando partidos hasta llegar a ser el jugador que más veces se ha puesto la camiseta del Atlético de Madrid, las rayas ya para siempre filtradas en la piel, de tanto sudor que derramó dejándose la vida por sus colores. El escudo ya por dentro, como un día dijo un compañero suyo, y esa estampa de hombre extremeño serio, adusto, que no necesita palabras, ni siquiera haberlo visto jugar, para saber que no es un nombre cualquiera, sino el de una leyenda en rojo y blanco.
