El día que se murió Luis

Yo tuve el inmenso privilegio de intercambiar unas palabras con Luis Aragonés. Más bien escucharlo, porque cuando Luis hablaba lo más normal era callar y escuchar, escuchar y aprender. Fue una gélida noche de enero, después de que el Atlético, con un Torres estelar, le hubiese endosado tres al Barcelona en el año de su regreso a Primera División. En un estadio Vicente Calderón desierto, apenas a oscuras, junto a la portería del Fondo Norte, mientras pisábamos ese césped sagrado y se podía escuchar el eco de nuestra voz.

Un amigo común había propiciado el encuentro y en aquellos quince minutos que parecieron un segundo, Luis dio un repaso “a los de allí arriba” señalando las cabinas de prensa. Decía que mañana, al calor del resultado, todos hablarían bien del equipo pero porque no tenían “ni puta idea” porque al Barcelona que te pone la defensa “aquí” y te deja “estos espacios” es fácil jugarle así. “Lo difícil fue el día de la Real, pero ese día nos criticaron”.

Por allí pasó Torres y Luis lo hizo venir como el abuelo que llama a su nieto para enseñarle a la concurrencia lo bueno y lo listo que es, pero cuando Fernando se marchó también nos dijo que tenía mucho potencial y también muchas cosas que mejorar. Luis nos dijo que cada vez que pasaba por Córdoba en el Ave le decía a quien tuviese al lado que “allí huele a torero” y que “esta juventud (por Torres) no saben de toros, solo de maquinitas y ya está”.

El día que se murió Luis yo recordé aquella noche como si no hubiera existido, y me dolió en el alma como si quien se hubiese muerto fuese mi abuelo, o un gran amigo, o alguien al que he tratado no quince minutos sino toda la vida entera. Eso es algo que le pasó a miles de personas, no solo a mí por aquel rato de regalo, y esa es la grandeza que transmiten los mitos. Personas que, a través de sus actos se van filtrando en el alma de los demás, hasta formar parte indivisible de sus vidas. El día que se murió Luis yo tuve ganas de llorar, y de dejarlo todo, y coger el coche desde Córdoba hasta Madrid para plantarme allí de pie en aquel minuto de silencio que se esperaba, solo para eso, pero no lo hice, y siempre me lo reprocharé.

El día que se murió Luis, cuando el Calderón se enmudeció en un silencio que removía la Tierra yo estaba en un bar de Córdoba, de pie, rodeado de atléticos en los que se fue filtrando aquel silencio imponente del Manzanares, lidiando con ese amargor que deja en la boca un funeral cercano. Aquella noche, mientras yo miraba callado el televisor, y pasaban por mi mente el Aeropuerto de Palma y aquella noche de Viena, el abrigo marrón de Burgos, aquel puño apretado en el Bernabéu, la dignidad aun en la derrota, el sentido de pertenencia que siempre aflora en las malas, el “no pise usted ese escudo”. En un momento me vinieron tantas cosas que cuando vi al Pechuga agarrando aquella pancarta y llorando como si fuese un niño pequeño, no me quedó otra que salir a la calle y llorar una ausencia que nos iba a durar toda la vida.

El día que se murió Luis todos nos dimos cuenta de que una Leyenda no se muere nunca.

Fotoportada: ABC

Autor: José Luis Pineda

Colchonero. Finitista. Torrista. Nanaísta. Lector. Escribidor a ratos. Vivo en rojiblanco.

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1 Comentario

  1. Bonita historia. Desde aquí también mi respecto y admiración por nuestro mayor mito, Don Luis Aragonés. Aupa Atleti!

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