“Bienaventurados los corazones flexibles porque nunca se romperán” (San Francisco De Sales)
El primer capítulo de la nueva temporada de Black Mirror presenta, a modo de distopía, un futuro asfixiante en el que la sociedad está sometida a las apariencias y donde cada persona no es más que lo que el resto decide que es. El resto, entendido siempre como mayorías poderosas que ejercen su tiranía y eliminan del tablero todo lo que no es “como tiene que ser”. Las casas son parecidas, los colores son parecidos y la ropa es similar. Todos juegan al único juego que se puede jugar y los que no lo hacen son marginados. Son parias. Detritus. O mejor, no existen. Todos sonríen porque les penaliza no hacerlo. ¿Distopía?
En lo que llevamos de semana, sin salirme del micro universo del Atlético de Madrid en el que todavía hago pie, he podido asistir a episodios muy parecidos. En esta sociedad “avanzada” que hemos construido tendemos a manejarnos con un una pérfida interpretación del concepto de democracia que haría las delicias de los autores de ciencia ficción del siglo pasado. Si diez amigos deciden ir juntos a cenar lo democrático sería acudir al restaurante que elija la mayoría pero en esta nueva versión contemporánea de la vida en sociedad las cosas son algo diferentes. Efectivamente la cena se celebrará en el lugar más votado pero por el camino habrá que reírse y humillar al que ha elegido diferente. Demostrarle lo estúpido de su decisión. Recordarle, de la forma más contundente posible, su condición de proscrito. De raro. De inferior. Es más, es muy probable que los dos que han votado diferente no vayan a cenar porque los otros ocho, la mayoría, no quieren. Les incomoda.
En el Nuevo Mundo una estúpida riña de twitter pasa a formar parte de la parrilla de todas las televisiones y medios de comunicación nacionales siempre que pueda generar empatía en la mayoría que decide a qué restaurante hay que ir. Da igual el empaque de la anécdota, su valor como información o incluso su veracidad. Da igual todo porque lo único importante es que esa mayoría aplastante disfrute aplastando. Que alimente su felicidad posmoderna con un nuevo y aleccionador linchamiento al repugnante ser minoritario.
La historia de la fundación del Atlético de Madrid es preciosa. Los orígenes vascos y la vida en común con un club tan estupendo como el Athletic Club (de Bilbao) es algo maravilloso que debería servir para abrir puentes, inspirar a poetas y estrechar lazos. Pero no. El Nuevo Mundo camina en dirección contraria y protege a las sociedades cerradas que sólo miran hacia adentro. Sociedades en las que las diferencias deben limitarse a los matices del color blanco (o del rojo, que me da lo mismo). Un reputado dirigente, elegido democráticamente, saca pecho reinventándose la historia con espíritu destructor y el único objetivo de aislar al extraño. Aplausos. La identidad propia debe ahora construirse destruyendo la del otro. Aunque un día fuesen hermanos.
Los círculos se mueven pero no se tocan. Como mucho se circunscriben. Pueden ser grandes o pequeños pero siempre, en su interior, serán mayoritarios. Monolíticos. Refractarios. Alérgicos a lo diferente. Aparecerán por cualquier sitio, disfrazado de cómico gañán o de intelectual protegido por un profiláctico de sabores tropicales. Da igual. Es siempre lo mismo. En el Nuevo Mundo cualquier aprendiz de ciudadano de éxito puede humillar al proscrito siempre que se ciña a la venia del Gran Hermano. A las reglas de su círculo. Llamar asesino a todo un colectivo será entonces una muestra de humor fresco y de talento. Alta cultura patrocinada por cualquier Mercadona intelectual que, en ese momento, opere bajo la protección del régimen. Bastaría con que la argumentación fluyese en dirección contraria, o que se desviase hasta los despachos de la Torre de Marfil, para que todo se viniese abajo y entonces apareciesen las hienas. Pero eso no va a ocurrir. No sería ya divertido ni brillante sino mediocre y soez. Intolerable.
Decía Stéphane Hessel que resistir supone negarse a dejarse llevar por una situación que cabría aceptar como lamentablemente definitiva. Sí, entre otras cosas, estoy hablando de ser aficionado del Atlético de Madrid.
Foto: deia.com