El fútbol, como juego (y como concepto), es muy sencillo. Dos equipos lo practican siguiendo un reglamento y gana el que mete más goles en la portería contraria. Ni hay duda ni es debatible. Pero más allá de la certeza del resultado, todo lo demás es cuestionable. Es imposible ponderar algo que no se puede medir así que nada es absoluto. La belleza, el valor, el amor, la soberbia, el arte, la estupidez, el estilo de juego o la chulería son conceptos que no se pueden medir objetivamente y por lo tanto no se pueden ponderar. Aunque no lo parezca.
Existen personas que se les contrae el corazón escuchando la Chacona en Re menor de Bach-Busoni pero otras, que lo anterior no les dice nada, alcanzan el nirvana con el “When you wake up feeling old” de Wilco. Los hay que mantienen la piel de gallina durante todo un concierto de Metallica y los que sólo escuchan flamenco. ¿Quién tiene razón? ¿Quién es mejor? Lo han adivinado: nadie. Independientemente de lo que cada uno de ellos piense de los otros (porque eruditos recalcitrantes los hay en todas las familias).
El fútbol es un juego en el que se gana y se pierde y la forma de jugarlo, efectivamente, puede asimilarse fácilmente a una suerte de arte pero estaríamos cometiendo un error (para mí voluntario) si lo extrapolamos directamente a un espectáculo y eliminamos de la ecuación el factor competición. Más aún si por el camino obviamos también esa pasión irracional que tenemos por unos colores y que tampoco se puede medir.
No sé ustedes pero yo no voy a la Opera a animar a Rigoletto ni veo competición alguna en un concierto de The Divine Comedy. Uno es aficionado al fútbol porque primero lo es de un equipo. Yo lo soy del Atlético de Madrid y no me avergüenza decirlo porque no concibo un solo aficionado al fútbol que no lo sea antes de un club en concreto. Es más, desconfío de quién dice no serlo. Por eso, como colchonero, he sido el hombre más desgraciado del mundo tras haber visto jugar muy bien a mi equipo y he sido el más dichoso viéndolo ganar de churro tras jugar horrorosamente. Personalmente ni disfruto, ni me alegra, ni me emociona ver a Messi metiéndole tres goles a Oblak pero oye, se me eriza el vello cuando Godín le hace un tackling limpio a Cristiano Ronaldo y manda la pelota a córner. Nada de esto me ocurre cuando voy al teatro.
Pero me gusta también ver partidos en los que mi equipo no está de por medio y oye, llámenme irracional o estúpido (o como me acaban de decir, que «no me gusta el fútbol») pero he llegado incluso a disfrutar alguna vez con el juego de la selección italiana. Soy tan “tosco” que me hace feliz que el Leicester pueda ganar la liga. Por mucho que Ozil, De Bruyne o Hazard sean “objetivamente” mucho mejores, más guapos y la den mejor de tacón. Disfruto horrores viendo a un equipo equilibrado y solidario que consigue que el conjunto sea mucho más importante que la suma de sus individualidades. Me emociono cuando un equipo sin recursos es capaz de hacer de la necesidad virtud y llámenme hereje pero es que además esa forma de competir, muchas veces, me parece preciosa. Lo juro.
¿Significa eso que no me guste (o desprecie) el juego del Barça? Hay que ser muy necio (o muy simple) para llegar a una conclusión tan peregrina.
Seré un bicho raro pero yo en el fútbol disfruto mucho más con la competición que con los fuegos artificiales. Prefiero mil veces antes ver un Racing-Independiente o un Sarajevo-Zeljeznicar (o un Betis-Sevilla) que un España-San Marino (o un Real Madrid-Molde o un Barça-Rosenborg) que acaba 7-0 con dos goles de tacón y varias “maravillas” de cualquiera de los multimillonarios que ahí juegan. Me aburre cuando el desequilibrio es tan evidente que duele. Me aburren las lecciones gratuitas de patinaje delante de gente que no puede tener patines.
Y me aburre mucho la soberbia. Aunque sea detrás de una firma consagrada, de un altavoz que hace mucho ruido, de una imagen que llegue a todos los rincones, huela a colonia exclusiva o esté vestida con ropa carísima.
No pido que piensen como yo. Ni siquiera pido que me entiendan. Pido que respeten al que merece respeto (y no estoy hablando de mí). Que entiendan la diferencia entre algo objetivo y algo que no lo es. Entre opinión y certeza. Entre deseo y verdad. Entre lo que es tener fuertes convicciones y lo que es resultar ofensivo. Entre lo que es opinar y lo que es ser un completo cretino.
Y les pido otra cosa. El día que San Marino logre empatar el partido no aleguen que ha sido feo, que han perdido la posesión del balón o que no son capaces de sacar la pelota jugada desde la defensa. Tengan algo de dignidad.
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