En la vida y en el fútbol una Copa suele ser la distancia entre el éxito y el fracaso. La que te marca la diferencia entre el barro y la felicidad. Bien lo sabemos los nacidos a finales de los 70, que acumulamos muchas horas de bares, y que hasta que rondamos la mayoría de edad y llegó el doblete, no celebramos ninguna otra competición.
Las resacas siempre son complicadas. Se toleran mejor o peor según la estimación de los daños. No es lo mismo amanecer dañado por la metralla de una sonrisa, que hacerlo en la cama abrazado al metal de un trofeo. Y la Copa es con diferencia la competición que más resacas nos ha dejado. La de este año ante el Girona, aunque dolorosa, nos dejó con la certeza de que aún nos quedaban otras noches y otras competiciones donde resarcirnos. Pero no siempre fue así y en ocasiones este torneo fue el bar que, a punto de cerrar, encontrábamos de madrugada. Ocurrió así en la temporada del descenso y la precedente; mientras nos desangrábamos en Liga, nos cobijamos en ese último garito que era la Copa del Rey, superando una ronda tras otra, para olvidar las penurias de cada jornada. Las consecuencias fueron las esperadas cuando frecuentas bares a esas horas: una resaca espantosa. En 1999, tras una temporada horrible coqueteando con el descenso, el Atleti se plantó en la final contra el Valencia de Ranieri en Sevilla. En ningún momento hubo opción y nos arrollaron de forma incontestable. La temporada siguiente, con el descenso del equipo consumado, teníamos la posibilidad de encontrar alivio ante un rival en teoría asequible, el Español. Pero una jugada desgraciada de Toni Jiménez acabó hundiendo al equipo, de tal modo, que necesitó dos temporadas y que apareciera Luis Aragonés con una inyección de B12 para devolver al equipo a primera división.
La final de copa en Barcelona contra el Sevilla nos dejó otra resaca histórica. También se saldó con derrota pero, aunque algunos acabamos quebrados y mal durmiendo en el aeropuerto, lo que quedará para siempre fue la ovación al equipo al finalizar el partido. A veces, hay recuerdos tristes que se guardan con cariño, y las lágrimas de Tiago y Agüero al acabar aquella final, la cara de incredulidad de Forlán mirando a la grada, con los aficionados atléticos sin cesar de cantar, es uno muy especial que todos guardaremos bien adentro.
La Copa, con su todo o nada en cada ronda, sin partidos burocráticos, siempre ha encajado bien con el espíritu del Atleti. Nos ha dejado resacas maravillosas, como aquella victoria ante el Mallorca, tras años de sequía, o el inolvidable gol de Pantic ante el Barcelona que preludió el doblete. Pero sin duda, en la memoria de los Atléticos de mi generación hay dos finales marcadas a fuego: cuando en 1992 el Atleti comandado por Luis Aragonés y Futre pasó por encima al Madrid, y la final del 2013. Tras catorce eternos años sin vencer a los blancos y más de treinta derbis sin conocer la victoria, el Atleti se encontró en aquella final perdiendo por un gol a cero. En la clase de momentos en las que se aprende de qué madera están hechos los jugadores, los aficionados y los bármanes, llegó un gol de Miranda que nos llevó al éxtasis. Ese gol nos quitó una losa terrible y desembocó en una de esas locas celebraciones en las que todo lo que no fuese regresar a casa con antecedentes penales podía considerarse un fracaso. En las que uno despierta a la mañana siguiente resacoso, quebrado y feliz.