Cuentos

Érase una vez un equipo que vestía de rojo y de blanco. Había nacido en una familia presupuestariamente humilde, al menos más humilde que las familias de otros equipos con los que se codeaba desde hacía unos años. Nunca fue eso un problema para nuestro protagonista. Él, se centraba solo en el trabajo que tenía por delante sin negociar el esfuerzo, nunca miraba hacia los lados. Partido a partido, capítulo a capítulo, nuestro amigo el equipo rojiblanco había conseguido en los últimos tiempos una ristra de triunfos de los que dan para alimentar recuerdos a compartir cuando los nietos se sienten sobre nuestras rodillas. No siempre era fácil, claro. Horarios, prebendas y favoritismos jugaban en su contra las más de las veces. Aun así, en el reino seguía habiendo quien consideraba que las cotas alcanzadas no eran suficientes. Lo logrado quedaba difuminado por un presente devorador de toda memoria. Flotaba en el reino un aroma de exigencia mal entendida, de pensar que, con solo salir al monte, las laderas estarían plagadas de orégano. Una pena no saber pararse y poder disfrutar de lo obtenido.

Nuestro querido equipo no acababa de entender lo que sucedía. Tampoco eran capaces de comprender la corriente crítica hacia el protagonista de este cuento corto muchos de los habitantes del reino, rendidos admiradores de todo lo que hacía el conjunto de las rayas, seguidores de sus andanzas que no habían sufrido ataques de desmemoria colectiva. Era cierto que en las últimas citas el equipo no carburaba todo lo bien que debía. Había episodios de juego estéticamente discutible, el gol le era esquivo y hasta la suerte quiso volverle la espalda en más de una ocasión. Ante todo eso, el grupo del que hablamos contraponía sus méritos en el presente curso: octavos de final en Champions, habiendo empatado, aunque sin goles, en feudo rival; segundo en liga, significativamente alejado del líder pero un punto por encima del club cuyo presidente termina todas las frases con la coletilla “mejor del mundo”; caído en Copa de manera prematura, eso sí, cosas que pasan cuando el contrario es mejor a doble partido. Nada menos y, sobre todo, nada más.

El clima alrededor del equipo se enrareció un tanto. Pese a seguir siendo el modélico conjunto que se vaciaba en cada envite, la ira de ciertos habitantes fue en aumento al sentirse traicionados. Nunca nuestro protagonista ni nadie de su entorno prometieron la luna. Nunca se vendieron sobre plano metas inalcanzables ni empresas de más enjundia. Los objetivos marcados fueron siempre realistas. Pelear hasta el final. Competir como si no hubiera mañana. Luego el destino y la fortuna dictarían su sentencia.

Una noche, tras la ida de un partido de Champions en el que nuestro querido equipo no fue capaz de conquistar la fortaleza de un enemigo que aceptaba el asedio con estoicidad numantina, sus detractores salieron a los caminos y a las redes sociales, antorchas y horcas en mano, a clamar justicia. Vestiduras rasgadas por la indignación quedaban a orilla del camino como testigo mudo de la irritación de la turba. La masa enfurecida se sentía engañada, totalmente estafada al comprobar que los partidos pueden ganarse por la mínima, empatarse y hasta perderse. Presa de la decepción más absoluta, el pueblo desmemoriado pedía sangre y un café cortado, que la noche refrescaba. Cerca ya de la morada del personaje central de esta historia, los cabreados lugareños empezaron a plantearse si acaso la causa de su terrible desengaño no estuviera en el admirable equipo, sino en ellos. Tras varios minutos de debate encendido, en el que alguno de los más beligerantes ciudadanos recordaba hitos del pasado reciente como las clasificaciones para la UEFA por la gatera y los campamentos de verano organizados por la Intertoto, se votó a mano y garrote alzado obteniéndose como resultado la inmediata desconvocatoria de la manifestación. Volvió cada uno a su hogar, rumiando aquellas temporadas yermas arrojadas al sumidero en el mes de octubre que, tras lo que algunos consideran tropiezos, tanto se recuerdan últimamente.

A pesar de todo, nuestro querido equipo sabe que cuando el siguiente resultado que no satisfaga a los vecinos de corta memoria se produzca, las veredas y los timelines volverán a poblarse de súbditos indignadísimos con todo. Bien harían en mudarse a otros reinos. Desgraciadamente, tendremos que seguir soportando sus enfados. La movilidad geográfica o emocional no está contemplada en el convenio colectivo de personajes de cuento por lo que habrá que acostumbrarse a convivir con la cólera de los que piensan que nuestro equipo está obligado a ganar todos los títulos y golear a todos los rivales. Eso sí que es un cuento.

…y colorín, colorado, este cuento se ha acabado, por el momento.

 

Foto: Ángel Gutiérrez – clubatleticodemadrid.com

 

Autor: Emilio Muñoz

Atlético, luego indio y por último colchonero.

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