Baile irlandés

Uno de los objetivos más crueles que suelen tener los invasores suele ser el de aniquilar la identidad del invadido. Tratar de demostrar que los que estaban antes nunca existieron. Suprimir su forma de hablar, su forma de pensar y su forma de sentir, para dar así una lección a la posteridad. Laminar el espíritu de un colectivo social porque, por alguna razón, molesta para la construcción de la verdad única. La suya. Cuando los ingleses llegaron a la isla de Irlanda no sólo tomaron medidas para destrozar la lengua o la religión de los nativos sino que también intentaron manipular su alegría.

Si usted ha tenido la oportunidad de presenciar una danza típica irlandesa habrá visto que se trata de un preciosista ejercicio de filigrana en el que una bailarina mueve los pies a una velocidad endiablada sin apenas desplazarse unos pocos centímetros del lugar en el que se encuentra. Pero los bailes irlandeses no siempre fueron así. Tuvieron que adaptarse a las circunstancias con la llegada de la galaxia inglesa. Cualquier manifestación cultural autóctona o nativa fue radicalmente prohibida y entre ellas los bailes. La música es parte integral de la personalidad irlandesa. Recorría las calles de la antigua Hibernia pero, precisamente por ello, los ingleses intentaron hacerla desaparecer. Subestimaron sin embargo el poder del corazón. No pudieron. La música no murió, sino que se trasladó a la clandestinidad del interior de las casas de los irlandeses. Hogares pequeños. Humildes. Olvidados. Pobres. Allí tuvieron que adaptarse a las circunstancias. El baile tenía que desarrollarse ahora en lugares ínfimos pero nada es un problema cuando hay voluntad. Si se cree se puede. Y pudieron. Siguieron bailando. Encima de una mesa. En una baldosa. Donde fuese. A pesar de jugarse la vida por hacerlo en un universo que no los quería como eran. A pesar de que hubiese sido más “razonable” no intentarlo. Imagino lo que pensarían aquellos irlandeses sonrientes que se movían al ritmo de un violín acelerado bajo la desconcertada mirada de algún inglés engolado. No lo pueden entender.

Lo que vivimos ayer en el Vicente Calderón fue una danza irlandesa. Una preciosa, emotiva, divertida y fantástica danza irlandesa que jamás olvidare. Allí, como irlandeses orgullosos, en nuestro hogar clandestino, nos reunimos los colchoneros que sobrevivimos a la invasión para bailar sobre una mesa. Para celebrar nuestra forma de hablar, nuestra forma de creer y lo que es más importante, nuestra forma de sentir. Sí, la nuestra.

En ocasiones así me resulta hasta ordinario hablar de fútbol. Y sí, podríamos hacerlo. Fácilmente. Ese arranque espectacular. Esa forma de robar al balón al autodenominado mejor equipo de todos los tiempos y de todas las galaxias. Esa remontada en veinte minutos y, por qué no, podríamos hablar de lo gran jugador de fútbol que es Benzema. Pero hoy no puedo. No se aflijan porque para eso ya tienen los medios de comunicación ingleses. A todos. Yo soy de otra tribu. Yo hablo otro idioma. Mientras tú ves los maravillosos pases de Modric a mí se me eriza el pelo con el enésimo esfuerzo de Godín. Mientras tú aplaudes los recortes de Isco, yo me emociono con las lágrimas de Gabi. Mientras tú sonríes con los bíceps de Cristiano Ronaldo yo me pongo a llorar viendo un estadio lleno que canta bajo la lluvia en el mismo momento en el que nos acaban de eliminar de la final de Champions.

No creo que sea mejor que tú ni te pido que me imites. Lo único que pido es que entiendas que no somos lo mismo y que, a ser posible, le digas a los tuyos, a tus policías, a tus soldados y a tus peones, que me dejen en paz. Que me dejen hablar en mi idioma y no en el tuyo. Que me dejen soñar y sentir como yo quiera. Que me dejen bailar en la calle.

Hubo un momento en que se pudo. Claro que lo hubo. Faltaba todo el partido y sólo había que meter un gol. Podemos hacer malabarismos especulativos sobre lo que podría haber ocurrido sí tal pero es que en el fondo da lo mismo. La realidad es tan caprichosa que no se puede cambiar. Nosotros, mejor que nadie, deberíamos saberlo. Llegó el gol de Benzema (porque el gol es de Benzema) y hubo una fuerte fluctuación en la fuerza. Pero nosotros nos adaptamos a todo. Porque esa en nuestra naturaleza. Porque somos irlandeses. Porque sentimos y porque amamos. Y desde ahí, desde el amor, construimos el siguiente relato. El del orgullo. El nuestro. Morimos como Lazar Hrebeljanović en el Campo de Los Mirlos para trascender. A nuestra manera. Dejamos lo tangible, lo que se controla con el dinero y el poder, para centrarnos en lo etéreo, lo que se alimenta del sentimiento de adhesión. Lo que no se puede comprar ni reprimir. Se es o no se es. Se siente o no se siente. No hay más. Y lo hicimos. Claro que lo hicimos. Convertimos el Vicente Calderón en una fiesta en la que nuestros jugadores eran los músicos y nosotros bailábamos. Borrachos de emoción. Alegres. Para asombro del que quisiera mirar.

Quince minutos después de terminar el partido, veinte minutos después de que el cielo de Madrid se abrirse en canal y decidiese unirse a la fiesta llorando de alegría como un colchonero más, me di cuenta de que delante de mí había una persona sola. El estadio seguía prácticamente lleno a pesar de la lluvia y los jugadores habían vuelto a salir al césped para recibir el merecido calor de los suyos. Todos estábamos empapados pero llevábamos al menos un chubasquero o algún elemento de protección. Él no. Él vestía elegante, con chaqueta, camisa y pantalón, que a esas alturas estaban completamente abnegados. Le daba igual. Seguía cantando y levantando los brazos al cielo. Con las gotas resbalando por esa especie de tonsura descuidada que llevaba en la cabeza. Sonreía y se desgañitaba gritando el nombre del Atlético de Madrid sin motivo aparente. Incluso cuando habían ya desaparecido los jugadores. ¿Por qué lo hacía?, preguntarán los invasores ingleses que controlan los micrófonos. Es absurdo tratar de explicárselo. No lo pueden entender.

Foto: clubatleticodemadrid.com

 

Autor: Ennio Sotanaz

Humano, zurdo, confundido, bocazas, incrédulo, aturdido,...

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2 Comentarios

  1. Me ha encantado, no se trata de si somos mejores, si es la única forma de ver el futbol, se trata de que somos diferentes, que nos gusta serlo y que no queremos caer en la uniformidad con tal de ser aceptados y nos dejen las migajas.
    Me encanta este sentimiento de outsider que hemos creado y que precisamente es lo que más les molesta.
    Ojalá seamos capaces de mantener esta comunión entre jugadores y afición, así no importará que títulos ganemos, seremos el personaje de Peter Sellers en «El Guateque».

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  2. Maravilloso artículo. Siempre me ha parecido más interesante la alternativa al poder que el poder mismo.

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