El túnel

Yo nací del Atleti en un pueblo pequeño a muchos kilómetros de Madrid en una época, como en todas, en la que ser del Atleti era una cosa de personas raras. Arteche, Pedraza, y a partir de ahí podríamos construir cien novelas de amor, de intriga y de pasión. El Calderón, allí tan lejos, era un lugar sagrado, inaccesible, una especie de objetivo vital. En aquel pequeño pueblo alejado el Manzanares era un lugar abstracto donde jugaba el equipo de mis sueños, la única cosa en mi vida que volvía todo del revés, que conseguía hacerme sentir especial cada domingo a las cinco de la tarde. El Calderón era un trocito de Estudio Estadio, unos segundos de avalancha, mucho cemento vacío. El Calderón era un ruido ensordecedor, el rumor de un casette que aún hoy no consigo explicarme como conseguí donde aprendí las letras del Frente Atlético, banda sonora de mi infancia. El Calderón era un olor embriagador; cuando García conectaba el inalámbrico, en el simca 1000 de mi padre dejaba de oler a Lola y se podía respirar el aroma del césped del Manzanares, era tan real que parecía imaginado.

Así transcurrió mi infancia, y también mi adolescencia, hasta que un día, como en una película de Almodóvar, un torero de época me subió en su Mercedes y me dijo: “no preguntes más, que te voy a llevar al Calderón”. Paramos en el hotel Reina Victoria y el amigo me cambió la habitación porque los tres dígitos que componían el número sumaban trece, cosas de toreros antiguos. Antes de que se dedicara a sus quehaceres, me dio una entrada y el dinero para el taxi y me dijo que ya era grandecito para poder marcharme solo. Aquella noche acabé metido en el túnel del Calderón, un lugar desconocido en el que se filtraba una magia que me resultaba familiar, aleccionado como estaba en creer sin haber visto. Allí vi llegar el autobús mientras aquello parecía venirse abajo, y apareció Luis, que era mi padre y mi abuelo a la vez, y Futre, que no sabría muy bien decir lo que era, con aquella melena y su sonrisa eterna pegadas al cristal, mitad asombro, mitad admiración. Nunca antes un túnel había tenido tanta luz.

Desde aquella localidad de Tribuna Superior Alta yo abrí los ojos al mundo por primera vez en toda mi vida. Aquella noche, el frío de enero del Manzanares no calaba en mis huesos, el ruido del Calderón lo invadía todo, lo aislaba todo, la extraña niebla estaba instalándose en cada recoveco de mi alma, dibujando lo que sería el plano de mi hogar futuro. Marcó Sabas a la salida de un córner en el Fondo Sur y me abracé a un señor que no había visto nunca en el que fue el primero de tantos abrazos desconocidos que me ha regalado el Atleti. Nos empataron luego pero yo salí del Calderón y regresé al hotel en el taxi de una manera distinta a la que había llegado. Ya no era ese adolescente de pueblo que pisaba Madrid primera vez, una sola noche para que aquello pareciesa mi casa.  Muchas cosas me enseñó el torero a lo largo de mi vida, pero aquella nunca podré agradecérsela del todo.

Desde entonces, el Calderón ha sido siempre mi hogar permanente. Su invisible imán me arrastró a vivir en Madrid y a transitar cada semana por ese túnel en una peregrinación íntima. Vagué por el mundo: Buenos Aires, Córdoba, Dublín, de nuevo Córdoba, pero el Calderón fue siempre el eje que me mantuvo anclado a la tierra. El Calderón como esperanza, el Calderón como refugio, el Calderón como único lugar donde sentirse a salvo de todo. Todavía hoy camino a veces por el túnel sin ruido, tranquilo, y cierro los ojos y puedo sentirlo temblar como aquella noche de enero, y puedo ver el pulgar en alto de aquel portugués que me hacía soñar que podíamos ser todo lo que queríamos ser.

Autor: José Luis Pineda

Colchonero. Finitista. Torrista. Nanaísta. Lector. Escribidor a ratos. Vivo en rojiblanco.

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1 Comentario

  1. yo ambient sufri las tardes del duro invierno, recline llegado de Cordoba.era impresionante, a veces,medio vacio,

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