Queda apenas un mes para que arranque un nuevo Mundial de fútbol. Apenas un mes para que un país con nula tradición futbolística albergue el mayor evento del año del deporte rey. Las ligas de todo el globo se pararán por primera vez en invierno para satisfacer un nuevo capricho de los jeques árabes. Los calendarios se sobrecargarán de partidos para poder dejar espacio a tal evento. Un Mundial alejado completamente del aficionado, en un país donde muchos de los derechos humanos que cada día son pisoteados se maquillaran de cara a la galería. Sin bufandas ni banderas en la grada, pero con sillones y apretones de manos en palcos que miraran más por su negocio que por el devenir de un encuentro que no les interesa y que tan solo fue “comprado” para demostrar fuerza y poder. Tienen un Picasso y lo cuelgan en el váter.
Hace poco Florentino Pérez, el principal impulsor de la idea de la Superliga, utilizaba argumentos pueriles para defender su postura de cara a convertir el fútbol profesional en un espacio reservado únicamente para los clubes de elite. En un ejercicio que pretendía llevar a un grado superlativo el hecho de mezclar churras y merinas, el presidente blanco se permitió el lujo de comparar dos cosas tan opuestas como son el fútbol y la plataforma Netflix.
En el centro de la diana el objetivo de siempre: maximizar beneficios. Convertir un deporte apasionante y multitudinariamente seguido en un espectáculo cutre, repetitivo y carente de emoción para aumentar unos ingresos que irán a parar a manos de intermediarios, agentes, directivos y todo aquel que tenga la suerte de pasar por allí y poner, hábilmente, el cazo.
El fútbol ha perdido adeptos, la gente ya no quiere ver fútbol. Repiten los mismos que hundieron esto y se creen con la potestad de salvarlo. Aunque se lleven por delante valores. Aunque cercenen desde la base toda la justicia y la igualdad en favor de los intereses que marcan los billetes. Aunque miren por encima del hombro a quienes llevan años diciéndoles que subiendo precios y convirtiendo los estadios en cotos privados cada vez mas alejados de las clases populares acabará por matarles.
El pasado sábado el Atlético de Madrid jugaba en San Mamés. Yo lo vi en casa, previo pago de cien euros mensuales para la cadena que me ofrece los partidos en televisión. Otros conocidos viajaron a Bilbao, unos cincuenta euros de entrada. Más viaje. Más hotel. Todo para ver con cara estupefacta como Figueroa Vázquez, en una actuación que perfectamente podría haberse juzgado en la Audiencia Nacional como prevaricación, se inventaba una inexistente falta de Morata previa a su gol, a la postre anulado, y confundía la cara de Reinildo con una de sus manos. Una noche tonta la tiene cualquiera, podríamos pensar. Luego te paras a analizar en frío que estás jugando una Liga presidida por un tipo que admitió públicamente que era bueno para su negocio que únicamente dos equipos estuviesen en la parte alta de la clasificación. Y que en esa misma Liga, el jefe de los encargados de repartir justicia se lleva un tanto por ciento más si dos equipos están presentes en un torneo nacional que se disputa en un país extranjero. Así es que no, señores. La gente no ha dejado de ver fútbol, a la gente la están echando de su fútbol.
Foto: Getty Image
21 octubre, 2022
Buenísimo artículo
22 octubre, 2022
Bueno todo el articulo esta muy bien,pero falta la parte de culpa del aficionado,que tambien la tiene.Tengo 52 años y solo he seguido al ATLETICO,pero desde que llego el CHOLO no se a hecho otra cosa que exijir cada vez mas por parte de la aficion.Pues esa exigencia conlleva meterte a comprar jugadores que no puedes pagar si no logras objetivos.