La semana pasada, mientras el Atlético de Madrid y el Manchester peleaban sobre el césped, mi cabeza volvió por unos segundos a un centro cultural del Barrio del Pilar. Allí, la semana anterior la asociación “Los 50” rindió homenaje a una leyenda viva del Atlético de Madrid, volviendo a demostrar que cuando se apagan las luces del marketing y los focos apuntan para otro lado, en algunos sitios seguimos prendiendo la llama del recuerdo, la tradición y el respeto a nuestra historia.
Aquella noche de Champions tuve un flashback mientras veía a Joao Félix luchando cada balón, buscando portería y tratando de llevar la pelota a la meta contraria. Me acordé de Adelardo contando como consiguió enganchar a la grada del Metropolitano. Fue en un partido contra el Oviedo, en casa, cuando el jugador con más encuentros oficiales de la historia de nuestro Club saltó en un remate contra el central rival. No fue el único, tras unos cuantos notó como el ambiente se avivaba cada vez que iba al encuentro de su rival. “Si la gente le gusta esto, pues yo en casa voy a hacer esto.”
El Atlético de Madrid siempre han sido huevos con chorizo y patatas fritas. Sin florituras. Sin necesidad de estar servidos en un plato del tamaño de una rueda de tractor ni de ponerle algún nombre extravagante. Directo y castizo. Pelea, garra, casta, coraje… Y luego, si eso, le metemos algún adorno.
Después de un tiempo de dejarnos llevar por los carteles luminosos, las estrellas Michelin y los locales de postín, nos hemos dado cuenta de que en ese lado de la vida todas las noches acaban igual: Con menos dinero en la cartera y más hambre que nunca. La visita de los ingleses nos ha recordado que en Carabanchel aún hay bares con barra de metal, torreznos pringosos y en los que el camarero no necesita más que un gesto para ponerte lo que sabe que quieres. Y otro más para que lo que ha tomado el parroquiano que está al otro lado te lo cobre a ti. Ah, y que en un par de semanas toca coger un vuelo y echarse un tupper, que tenemos hambre.
