El Atlético de Madrid perdió en San Mamés las opciones de meterse en una final de Copa once años después. Lo hizo en una eliminatoria paupérrima, indigna de un equipo con semejante historia a sus espaldas. Con cuatro goles en contra y la incapacidad de haber perforado la meta contraria en algo más de 180 minutos. El Atleti compitió fatal.
Es así, no se le deben dar más vueltas. Es lícito, y sobre todo un deber, afirmarlo categóricamente. No se compitió. Lo contrario sería regodearse en la derrota. No pasa nada por marcharse un día a la cama con ganas de pegarle fuego a todo.

La ilusión por viajar a la Cartuja era evidente y nuestro deseo se desvaneció en dos jugadas aisladas que los Williams consiguieron aprovechar. Tampoco hubo más. Eso es lo triste. El Atlético de Madrid es incapaz de dominar ambas áreas, algunas veces incluso es incapaz de dominar una de ellas. No es fuerte en defensa y cuando no tiene el día le cuesta Dios y horrores hacer gol. Y todo en la temporada en la que Álvaro Morata está batiendo sus mejores registros de cara a portería. De locos, siempre fuimos una casa de locos.
Después del partido en San Mamés volvió a salir a la palestra el núcleo reventador de siempre. Esos que amenazan con derribar el edificio al completo a la mas mínima humedad. Esos que no entienden de debates, mucho menos de cifras, y para los que las soluciones deben ser simples y directas: echar al entrenador o a media plantilla.
Aún queda temporada. Hay opciones de ser segundos en Liga y todavía queda una competición en la que podemos seguir avanzando. Aunque quién le hubiese dicho a más de uno que, en vísperas de recibir al Inter, le iba a seguir doliendo un partido de Copa. Sí, seguirán sin entendernos.