Nos quedan un buen puñado de momentos imborrables: el cabezazo de Barcelona, también el de Lisboa, nos queda ese gesto de raza uruguaya imperecedero, el día del Athletic que trajo el recuerdo de Arteche, la sangre, real y figurada. Nos queda aquella vieja sensación de seguridad, de impenetrabilidad, el confort de sentirse siempre en la seguridad del hogar.
Nos queda el gesto contrariado de la incomprensión y después el trabajo callado, el esfuerzo innegociable. Nos quedan sus galopadas por la derecha, el ir comprando poco a poco la propiedad de aquel carril, sin alharacas, en silencio, convenciendo sin palabras. Nos quedan muchos centros, pero sobre todo aquél atrás de Stamford Bridge, nos queda la alegría desbordada del penalti al PSV y la tristeza infinita del penalti en Milán. Nos quedará esa pena en el alma para siempre.
Nos queda el ejemplo, la dignidad, la alegría, unas cuantas líneas para escribir la historia, saber quiénes somos al recordarlos a ellos, nos queda el verdadero valor. Decía Atticus Finch en “Matar a un ruiseñor” que el verdadero valor no lo encarna un hombre con una pistola, no un equipo con todos los recursos, los verdaderos valientes son aquellos que, sabiendo que la batalla está perdida de antemano, lo intentan a pesar de todo y luchan hasta el final, pase lo que pase. Estos vencen raras veces, pero alguna vez vencen. Los verdaderos valientes somos nosotros. Eso nos queda.