Desde bien niños somos muy propensos a poner etiquetas. Lo hacemos en el colegio, en el pueblo y en la plaza del barrio. En la mayoría de casos, esas etiquetas se convierten en sambenitos, condenas sin fecha de caducidad que, de manera más bien injusta, te acompañan de por vida. Su efecto más devastador es que, además de ser irreversibles, multiplican los prejuicios y los juicios sobre el portador.
Desde tiempos inmemoriales Álvaro Morata convive con la etiqueta de fallón. Sus desatinos ante la portería se magnifican, circulan por las redes más que los de Griezmann, Depay o Correa. Porque cuando estos fallan, se maldice a la suerte o al buen hacer del guardameta, o bien se celebra la ocasión creada por el equipo. En cambio, cuando es Morata se recurre a la etiqueta. La fama, ya saben.
El encuentro ante el Granada fue el espejo perfecto. Morata anotó un gol y desperdició dos claras. Igual que Depay, una de ellas sin portero y con un par de defensas haciendo bulto. Al día siguiente, en los corrillos rojiblancos el discurso fue el de siempre. Porque claro, Morata es un fallón. Además, el zambombazo de Memphis eclipsó sus fallos y el gol facilón de Morata se infravaloraba, como si fuese su culpa estar en el lugar necesario en el momento adecuado.
Pero la estadística, que es la ciencia más precisa porque no deja espacio al sesgo ni a los prejuicios, está de parte del madrileño. Álvaro Morata posee un 0.36 de promedio goleador a lo largo de su carrera. ¿Saben cuál es el de Memphis? Un 0.37. Y si se cuestiona el porcentaje de errores de Álvaro, del mismo modo habría que valorar su pericia para buscar ocasiones de peligro. Que hay muchos delanteros que ni la huelen en 90 minutos.
En el plano extradeportivo Morata ha vestido a sus hijos con la rojiblanca, ha celebrado la Nations League con el escudo (cuando el referéndum aún era una fantasía) y ha mantenido siempre un comportamiento exquisito con la afición, mostrándose cercano con los niños e implicándose en causas solidarias. El compromiso del jugador dentro y fuera del campo es innegable. No le matemos por fallar ocasiones que los demás también envían al limbo.