Los del Atleti decimos Fernando

Los del Atleti decimos Fernando. Le llamamos por su nombre, claro. No es necesario ponerle un apellido para saber de quién hablamos. Podría decirse que se trata de un caso contrario al de los árbitros, de los que se sospecha que se hacen llamar por sus dos apellidos para distribuir los exabruptos vertidos sobre sus personas de manera equitativa entre las ramas materna y paterna. ¡Cómo no vamos a saber de quién hablamos! No en vano casi le hemos visto nacer. Estuvimos deseando que el tiempo corriera más deprisa desde que tuvimos noticias de sus diabluras en esos torneos vacacionales de fútbol 7. No había quien contuviera a aquel vendaval rubio y pecoso que vestía una camiseta rojiblanca de alguna talla más de la que le correspondía. Torres, decían los comentaristas cantando sus goles prematuros. Fernando, empezamos a llamarlo nosotros mientras esperábamos.

El tiempo se nos echó encima, como si fuera la cuota final del pago del coche, y nos pilló en estado de depresión. Andaba el Atleti por caminos y categorías que nunca debería haber visitado y fue Fernando, junto con aquel de Hortaleza que parecía su abuelo por parte de corazón, el que nos recetó las inyecciones de esperanza que tanto necesitábamos. Tras el debut en Leganés en horario de resaca llegó Albacete y aquel desmarque largo que finalizó con el cabezazo cruzado. Fue el primero de un inmenso caudal de goles. La gran mayoría de ellos hallados cuando en el equipo los goles eran muchos más caros de lo que son hoy en día. Eran goles de los que se acuerda uno como de las antiguas pesetas. Eran goles rubios y tenían pecas.

Sin haber echado el cuerpo suficiente para llenar la camiseta, se ajustó un brazalete de capitán en el que teníamos cabida todos. Desde el primero hasta el último. Sufría el Atleti su particular transición, siempre bajo la dictadura de unos generales sin más mando en plaza que ese espigado chaval de Fuenlabrada convertido en joven bandera de un sentimiento centenario. Con cada una de sus esbeltas zancadas, Fernando nos devolvía todo lo que el tiempo y la autoridad había osado robarnos. Con cada gol, revivió un amor que creímos aletargado. Pese a todo, miraba el chaval hacia atrás desde la cabeza del área rival y reparaba en el páramo que se extendía por el campo. Cuenta la leyenda que una vez Ibagaza, el típico mediapunta, le puso un balón medianamente en condiciones. Solo uno le llegó a poner Jorge, de apellido Larena, para que el 9 nos lo clavara en la retina desde el Villamarín.

Tuvo que marcharse Fernando, empujado tras una aciaga noche de brazos caídos, y todos nosotros quedamos huérfanos de padre, madre y Niño. Muchos nos lo tomamos como si la criatura se hubiera marchado de Erasmus. Nos compramos la camiseta roja, luego la azul y hasta la bianconera, aunque esta última fuera por AliExpress. Caían los records, los premios y los posters que reproducían las jugadas a guardar y acompañábamos cada noticia con una media sonrisa cargada mitad de orgullo, mitad de nostalgia. Entretanto llegó el gol de Viena, andaba todavía el abuelo por allí, que probablemente sea el gol más de Fernando entre todos los que han adornado su carrera. A ese tipo de goles, plenos de potencia, fe y calidad técnica, debería bautizárselos como goles Fernando. Así los llamamos. Se encargó Torres de hacernos partícipes de una celebración que no siempre sentimos del todo como nuestra. En la cabecera del autobús de los campeones se erguían los colores rojiblancos. Los suyos. Los nuestros.

Volvió Fernando como regalo de Reyes y nos ha ido bendiciendo con la posibilidad de quitarnos varios años de encima en cada galopada. Se asegura que matrimonios de mediana edad han vuelto a tontear como si fueran adolescentes tras partidos como aquel en el que, a pocos días de su vuelta, ajustició al contraataque en Copa al eterno rival. Los días han ido pasando y, cosas del destino, que a veces no se equivoca tanto como parece, fue él quien cerró la historia del Calderón con un par de goles tan sentidos como los que el otro día nos obsequió en su despedida. Siente el mejor delantero que este país ha visto que todavía tiene tardes en sus botas y no quiere convertirse en una leyenda polvorienta de banquillo. Busca nuevos gritos de aliento, seguro de que siempre tendrá los nuestros en el bolsillo por todo lo que ofreció, que fue mucho más de lo que él, siempre humilde, se atribuye. Se marcha Torres y se marcha con él un poco del Atleti que la mayoría de nosotros hemos conocido, para bien o para mal. Se marcha Torres tras una preciosa despedida que nunca olvidaremos en la que todos regamos de lágrimas su adiós. Se marcha Torres para el resto del mundo y a nosotros se nos va Fernando porque nosotros le llamamos así. Los del Atleti decimos Fernando.

Autor: Emilio Muñoz

Atlético, luego indio y por último colchonero.

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