La historia de una redención

Con la resaca de la final todavía en el cuerpo, se hace complicado poner todo lo vivido en perspectiva y escribir unas líneas. Es lo que tiene esta droga llamada Atlético de Madrid. Te mata, te da la vida. Te eleva al cielo y te hunde en el infierno. Te encumbra hasta el éxtasis mientras te devora por dentro. Y sin embargo, te hace sentir más vivo que nunca. Esa es, a fin de cuentas, la felicidad de aquellos que renunciamos voluntariamente a ella, según los vecinos de Concha Espina. Bendita locura.

Locura, la de aquellos que volvieron a embarcarse en una aventura de 1236 kilómetros. La misma que emprendieron hace 32 años aquellas legiones de atléticos que tomaron la urbe romana de Lugdunum y la hicieron rojiblanca. Idénticos lugares, idénticos callejones. Mucho ha cambiado Lyon en tres decenios. Las arrugas han decorado nuestros rostros y han envejecido nuestro aspecto, pero el espíritu sigue tan jovial como por aquel entonces. El de aquellos campeones que jamás lo fueron. El de aquellos conquistadores que regresaron sin nada. O con todo, quién sabe. Si el Atleti lo es todo, todo está justificado. Y de poco importa lo que pasara el césped. Pero por ellos, por los hijos que se convirtieron en padres, por los padres que se hicieron abuelos, la del miércoles fue una historia de redención. La redención de aquella maldita (o bendita) Recopa que perdimos un 2 de mayo de 1986 en Gerland.

Pero la tercera Europa League fue la revancha de un niñoespecial. La de ese recogepelotas que gritaba enloquecido los goles de Simeone y Kiko el día del Albacete. La de ese crío de Fuenlabrada que un día soñaba con estar en Neptuno, al otro lado de la valla. La de ese rubio pecoso e introvertido que irrumpió una mañana de mayo en el 2000 en el Calderón para cambiarnos la vida a una generación de atléticos. Sacó a su Atleti del Infierno y lo sostuvo cuando más se tambaleaba. Lució su escudo y su bandera cuando todos renegaban de ella. Emigró en busca de un futuro mejor para él y para el equipo de su vida. Creció, lo ganó todo y regresó a casa cuando, ahora sí, su Atlético de Madrid ya era aquel grande que había conocido en la infancia. Lloró desconsolado en Milán como nunca lo había hecho. Lyon era su última oportunidad.

Solo así un lector neutral podría comprender que una leyenda del fútbol, con 34 años, saliera a morir en el tiempo de descuento de una final ganada. Solo desde ese profundo sentimiento rojiblanco se puede entender que, para un tipo que ha alcanzado las cumbres más altas, su triunfo más especial sea el de un título menor en Europa. Porque ganar con el Atlético vale más que hacerlo con otros. Desde la racionalidad, resulta incomprensible. Pero hay razones del corazón que la razón no entiende. Su voz entrecortada y su llanto en la celebración partieron el alma de todos los que crecimos con el nombre de Fernando Torres tatuado en la espalda. El Dios del mar nos bañó en lágrimas. Lágrimas de justicia, poética y deportiva.

Lyon es también la redención de la generación más reciente. La de los Gabi, Koke, Godín, Saúl, Juanfran y compañía. A ellos les debemos pleitesía. Por todo lo que ganaron y, sobre todo, por aquello que el destino (o Clattenburg) les había arrebatado, ellos merecían ser los grandes protagonistas de la gran final. Algún que otro espectador habitual en el Metropolitano debería tomar buena nota de ello y aplicarse una sabia moraleja: a morir, los míos mueren. Siempre. Así que ni se le ocurra pitarlos jamás. Ellos son Atlético de Madrid. Así de simple.

Tan Atlético de Madrid como lo son Germán Adrián Burgos y Diego Pablo Simeone. Juntos, combatieron contra viento y marea al enemigo externo e interno. Especialmente al interno. Aquel que fue responsable de no dejarles reforzar un equipo necesitado de fichajes durante el verano. Aquel que les dejó la plantilla más corta de la Liga tras la desbandada en invierno. Aquel que ahora, en otro alarde desmesurado de soberbia, les exige ganar la próxima Champions en el Metropolitano. Y jugando bonito, claro. Eso sí, sin garantizar la continuidad de sus dos grandes estrellas. Poca vergüenza la suya. Pero créanme, que esté quien esté, el ‘Mono’ y el ‘Cholo’, Germán y Diego, harán competir al Atlético por todo de nuevo. Por algo son el cuerpo técnico más laureado en los 115 años de historia de la institución. Si todavía quedaba algún escéptico, ambos se encargaron de reclutarlo de nuevo para la causa. Hay que creer.

Lyon supone el final de un ciclo, la culminación de un sueño y de una revancha. Si todavía quedaban espinas clavadas, el miércoles nos quitamos hasta la última astilla. Sin embargo, en cada final surge un nuevo comienzo. El comienzo, quizás, del objetivo más grande. Todavía queda mucho para ello, pero nunca es demasiado pronto para empezar a soñar. Dale, dale, dale, que alguna cae. Siempre cae. Y si en el camino somos nosotros los que caemos, volveremos a levantarnos. Pase lo que pase. Atleti forever.

Autor: David Gómez

Alcarreño. Adicto a la buena música y a la escritura. Estudiando y haciendo periodismo con un micrófono y un papel. Esclavo de una pasión llamada Atlético de Madrid.

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