Lo sencillo, en días como el del otro día, sería creer que el fútbol era esto. Caer en la tentación de mandar todo al carajo. Bajar los brazos sin convicción, agachar la cabeza y maldecir entre dientes. Indignarse por la capacidad de las tarjetas de teñirse de rojo o amarillo según la camiseta del número nueve. Aceptar que el camino está trufado de sorteos, casualidades y errores humanos. Correr a la librería más cercana para adquirir el último ejemplar de autoayuda sobre cómo afrontar el recurrente hedor que emana del hecho diferencial de no acabar los partidos con el mismo número de jugadores que ciertos rivales. Asumir que el techo, impuesto a la fuerza, está más cerca de lo que se pensaba. Pensar que el esfuerzo, la presión adelantada y la inspiración no pueden llegar a influir en un resultado fijado de antemano. No rebelarse. No clamar ante la injusticia. Tirar la toalla, en suma.
Lo complicado, pero a la vez lo más maravilloso, es dejar que la ilusión se haga sitio. Ayudar a que crezca, como una flor delicadísima brotando entre el estiércol prescrito a paladas desde los despachos. Entretenerse con las posibles alineaciones y dibujar en la pizarra de la imaginación esquemas tácticos abocados al todo o nada. Volver a sentir los nervios de tantas primeras veces. Saber que el Calderón lucirá endomingado aun siendo miércoles. Visualizar un lleno a reventar de voces y corazones. No apearse de la piel de gallina durante dos horas. Morir o matar. Calcular las opciones. Buscar los puntos débiles. Sostener que es posible siempre que nos dejen. Abrazarse a tus iguales. Notar el orgullo instalado en el pecho. Creer que el fútbol también era esto y que nunca podrán arrebatárnoslo.
Foto: Ángel Gutiérrez – clubatleticodemadrid.com