Recuerdo aquel 19 de mayo con mucha nostalgia. Es raro, los periodistas y los expertos en fútbol dicen que aquel partido lo perdimos 2 a 0, pero yo rememoro aquello como una victoria. Una victoria rotunda que afianzó mis convicciones en este equipo. Como si de algo religioso se tratase, se puede decir que ese día renové mis votos.
Los chavales de mi generación crecimos con un Atlético de Madrid en absoluta ruina. Cuando nos estaban empezando ya a salir los primeros pelos del bigote el título más cercano que habíamos vivido era un campeonato de Segunda División. La temporada 2010 fue para muchos algo con lo que llevábamos soñando toda la vida. Nos habían contado mil historias, pero ese año empezamos a creer de verdad en la magia. Así, con la ilusión de quien tiene su primera cita con la chica con la que lleva tiempo tonteando, partimos hacia Barcelona de madrugada.
Un viaje desde Toledo en bus en el que los cánticos fueron una banda sonora que ni Hans Zimmer sería capaz de mejorar. Cada parada en un área de servicio era una aventura y un símbolo más de orgullo. Lo estábamos haciendo. El Atlético de Madrid empezaba, esta vez sí, a sacar la cabeza por la alcantarilla y decir: “Hemos vuelto.” Tardaríamos aún unos años más en sacar el cuerpo completo, pero aquello fue un claro en medio de la tempestad que la tripulación no dudo en aprovechar y disfrutar al máximo.
Las calles de la ciudad condal fueron literalmente absorbidas por una masa que sudaba pasión por los cuatro costados. Ese día comprendí que el hincha rojiblanco no necesitaba una Meca a la que peregrinar, fuera donde fuera su Atleti allí estaría. Puede que haya clubes con más poderío económico, más títulos o más marketing, pero el poder de atracción que tiene el Atleti es solo comparable al que profesan los seguidores de cualquier secta. Y eso no es algo que se pueda comprar con dinero, para enfado de muchos y orgullo de unos pocos. En la época más negra de la historia de este club, cuando año tras año veíamos la Champions como algo lejano al alcance de unos privilegiados, defendimos que el sentimiento de pertenencia, los valores y las raíces estaban por encima de cualquier título.
Aquella noche, en aquel fondo sur del Camp Nou convertido en un Vicente Calderón improvisado, mientras el Sevilla levantaba la Copa y solo se escuchaba el estruendo de 50.000 almas atléticas coreando nuestro himno, comprobé que hay imágenes que definen más que las propias palabras. Que hay hechos que calan y se tatúan en el alma de por vida. No debe ser normal que una de las noches que marquen, para bien, a un niño sean de derrota, pero si el Atleti fuera algo racional seguramente no seríamos de este equipo.
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