El cuento del restaurante

Érase una vez un restaurante familiar modesto. No había lujos, los manteles no eran de hilo blanco sino que las mesas se vestían de cuadros, rojos y blancos, los clientes se conocían y venían allí generación tras generación. Sin pretensiones de nouvelle cuisine, se comían platos de cuchara y recetas de la abuela pero era capaz de competir a base del buen hacer de la cocina con otros afamados y lujosos restaurantes del país. Un buen día llegó la especulación y el dinero fácil. Nuevas normativas forzaron a la venta del negocio a un rico provinciano, de los de barriga grande y pesadas cadenas de oro al cuello. Las promesas de convertir aquello en el mejor y más moderno restaurante del mundo pronto se tornaron en una cruda realidad. Se vendieron la vajilla y la cubertería, se sustituyeron las lámparas por desnudas bombillas, la bodega se llenó de garrafón y vinos de tetrabrick, despidieron a los camareros de toda la vida y a los clientes, esos que seguían por fidelidad y por recuerdos de una vida. Se les ofrecía en la carta solomillo de ternera de Ávila de primera calidad que en el plato resultaba ser duro como la piedra, merluza gallega que no era más que un sucedáneo traído de Marruecos y tal y tal y tal.

El restaurante empobrecía y se cargaba de deudas en la misma proporción que la barriga del propietario crecía. Fueron pasando jefes de cocina, los buenos se cansaron de que se engañara a los clientes y se iban tristes y vilipendiados. Quedaban los malos, los que, con tal de cobrar a fin de mes, eran capaces de someterse al despotismo y la arbitrariedad del nuevo dueño. Pero ellos también salían uno tras otro, porque los clientes, que no querían sucedáneo de caviar, tampoco se contentaban con comer platos insípidos.

Llegaron nuevos tiempos. Un antiguo cocinero apareció por allí. Los clientes ya le conocían porque, de jovencito, siempre había sido uno de los que equilibraba la mala calidad del producto ofrecido con dosis de pasión, de compromiso y de cariño por aquel lugar venido a menos, o más bien venido a nada. El cocinero era listo, ofreció ilusión, trabajo, esfuerzo e imaginación. Si no podemos comprar solomillo para cada día, compremos uno a la semana, y el resto de los días ofrezcamos comida hecha con dedicación, con nuevas especias, con distintas cocciones y texturas. Y aquello empezó a funcionar. Los clientes de siempre volvían a disfrutar de aquel buen hacer y lo contaban a sus amigos. Así corrió la voz y llegaron amigos de los clientes, cuñados y hasta chinos que habían oído hablar de esta casa de comidas reinventada. Los críticos gastronómicos siempre prefirieron el caviar y la trufa de Alba que ofrecían otros locales, pero de esos críticos de estómago agradecido, ya hablaremos otro día. Y con el nuevo chef y su equipo llegaron los premios, la ilusión, la alegría de volver al lugar de siempre que, aunque seguía con telarañas y con un dueño que en vez de ojos tenía dólares como el tío Gilito del Pato Donald, era el hogar de encuentro de muchas personas desde hacía generaciones. Faltó poco para tener las tres estrellas Michelin, muy poco. Al final, como tantas cosas en la vida, faltó un mucho de suerte y un más de dinero.
Pero los cuñados, que poco sabían de la travesía en el desierto, querían más, querían caviar y trufa blanca, querían wifi. Y los dueños también querían más. Aquel restaurancito podía trasladarse a un nuevo barrio, con diseño de un Jean Nouvel, pero “Made in Spain” y por los terrenos ya cobrarían lo suficiente para seguir llenándose los bolsillos y contentar a los clientes con sucedáneos, porque de eso “ya se encargaría el chef”. Sin embargo, el chef ahora quiere ganar esa tercera estrella Michelin y para ganarla pide calidad. No es un problema de wifi ni de diseño del restaurante, es un problema de producto. Necesita lo mejor. Y que los productos que tiene se refuercen con otros ingredientes que se adaptarían mejor a su tipo de cocina. Pide pensar. No sabe cómo volver a motivar a ese equipo que se quedó tan cerca de la tercera estrella. Quiere que vuelvan algunos que se marcharon. Quiere caviar, aunque no sea Beluga, quiere trufa, aunque no sea de Alba, quiere champagne, aunque no sea un Cristal de Roederer.
Los dueños, que ahora han llenado el restaurante de cuñados y nuevos ricos, ya saben que el sucedáneo no sirve, pero también saben que conseguirán, como siempre, salir indemnes porque los nuevos ricos culparán al chef y luego se irán con sus hojas de reclamaciones cumplimentadas a los paraísos gastronómicos frecuentados por árabes, japoneses y famosos de la jet. El chef, harto de falsas promesas, también dirá adiós y emprenderá nuevos retos en lugares donde su trabajo, su entusiasmo y su voluntad sean más apreciados. Donde estaba el restaurante quedará un solar. En el nuevo, brillarán luces de neón, habrá wifi, reservados, glamour de pacotilla y unos clientes de toda la vida que poco podrán hacer excepto añorar a ese chef que les hizo soñar, que les devolvió sus recuerdos y su orgullo, y que, una vez más, les ha dejado huérfanos y sin guía para emprender una nueva travesía que cada vez es más dura.

En este cuento, los entendedores no necesitan poner nombres. Y, de momento, hay pocas perdices que comer.

 

Foto: Ángel Gutiérrez – clubatleticodemadrid.com

 

 

Autor: Carmen Calvo

Periodista y filóloga. Nunca pregunté a mi padre por qué soy del Atleti. Llevo 20 años On Tour: Hong Kong, Ginebra, Singapur, Copenhague.

Comparte este contenido en
468 ad

5 Comentarios

  1. Es cierto falta algo de calidad en la «materia prima de la cocina», calidad muy dificil de conseguir porque es escasa y otros restaurantes tienen más dinero para comprarla; pero a la vez en ocasiones el «chef se empecina en elaborar una receta que no da resultado. Una semana y otra comienza con el mismo plato estrella y al ver que no se vende tiene que cambiar de «plato estrella» sobre la marcha para intentar conseguir los clientes que no logra con un «plato estrella» que ha funcionado pero que ya parece que no tanto.
    Cuando una semana y otra el «chef» tiene que hacer el cambio de plato mediada la semana pregunto, ¿No sería inteligente que dejase su empecinamiento y buscase otro «plato estrella» pero desde el principio de la semana». Es solo una pregunta.

    Escribe una respuesta
    • En efecto, las responsabilidades hay que repatirlas. Cada uno tiene que asumir su parte. No puede ser que cuando todo va bien sea obra y milagro de Simeone y cuando va mal sea culpa del maestro armero.

      Escribe una respuesta
  2. Desgraciadamente este cuento, es parte triste de la historia de nuestro equipo.

    Escribe una respuesta
  3. Absurdo y lo siento decirlo. Al pan,pan…, dejénse de cuentos. Quien esta interpretando mal el tema,son como siempre los agoreros. Cuando más se habla de bolsa es cuando cae. Lo mismo ocurre en el fútbol, salvo dos honrosas excepciones de las que se habla siempre. Cuando íbamos compitiéndoles, resulta que éramos intensos e incluso agresivos, para eso eramos mencionados. Ahora, nos recuerdan hasta Don Corleone,sin venir a cuento. Dos jornadas, dos equipos de inferior nivel pero con alta motivación para escapar indemnes con mucha suerte. Cuando lleguen los grandes, ya contrastaremos la calidad y evaluaremos la herida de Milán, aún abierta, para nuestra desventura. Pero por favor, no cuenten milongas, no desempolven los baules con trastos viejos.

    Escribe una respuesta
  4. El cuento es excelente y muy instructivo pero el final se lo han explicado mal. Permítame que le explique como es en realidad. La estrella Michelin se la adjudicaron a un conocido restaurante de la Castellana porque su dueño, además de tener dólares en los ojos también los tiene depositados en los bolsillos de la UEFA y directamente la compró.
    Después el cheff pidió los productos e ingredientes que consideraba necesarios para volver a competir por la ansiada estrella y el dueño, esta vez sí, hizo caso a sus peticiones y le trajo todo lo que había solicitado a excepción de un solo producto porque no estaba a la venta. Pero eso se lo compensaron con otro producto de excelente calidad.
    El problema es que ahora al cheff, al no estar del todo acostumbrado a ese tipo de productos de alta gama, le está costando un poco dar con la receta exacta para volver a ofrecer un producto capaz de competir con el resto. Obviamente esto solo es algo puntual que se resolverá cuando el cheff, que es muy competente y dicho sea de paso es el mejor pagado del país, empiece a combinar los productos de forma equilibrada. Porque lo que le pasa al cheff es que de momento está abusando demasiado del sucedáneo mientras guarda, incomprensiblemente, en la despensa los productos de más calidad.
    Nadie sabe como acabará el cuento, pero lo que sí se sabe, porque los productos de excelente calidad están ahí, es que el dueño por una vez en la vida ha cumplido y ahora la responsabilidad de hacer que el restaurante sea reconocido internacionalmente es del cheff. De un cheff al que los buenos clientes de siempre aprecian y del que jamás se desprenderían. Pero que en modo alguno es más importante que el restaurante y su clientela.

    Escribe una respuesta

Envia un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies