Ipurúa es uno de esos campos del Norte donde todavía se esconde ese sabor antiguo del fútbol que está en claro peligro de extinción. Un estadio inhóspito, incómodo para el que lo visita, de grada cercana y severa, césped rápido o embarrado, bandas encharcadas o heladas, según el tiempo esté frío o muy frío. Un estadio que ha prolongado el sueño de vivir entre los grandes a través de los viejos valores imperecederos del fútbol: el esfuerzo, la solidaridad, el equipo, el buen hacer de un técnico que por encima de todo, conoce las limitaciones, y con eso trabaja para construir un conjunto que ha hecho de su casa un peaje desagradable para quien la visita.
Simeone lo sabía y por eso siguió fiel a su estilo antiguo, el que le dio los éxitos. Con un equipo fortificado por Saúl y Koke a los costados, puso a Giménez en el medio a lado de Gabi dando ya una seria condición a lo que parecía un experimento de año nuevo. El uruguayo cumplió y dejó opiniones para todos los gustos. Estuvo bien en la ayuda defensiva, no cometió pérdidas, ayudó. Estuvo mal en la conducción del juego ofensivo, no posibilitó en exceso, se le notaba incómodo en el papel. Pero no era un día para hilar demasiado fino, era un día para fajarse. Tal vez por eso también Simeone dejó en el banquillo la velocidad de Gameiro, y colocó a un Torres que cada vez más muestra tanta voluntad como carencias.
La primera parte de los rojiblancos fue mala, no encontró el tempo del partido y sufrió las acometidas del Eibar que conocía como nadie los pliegues de la alfombra de su acostumbrado salón. Pero salió indemne el Atlético, supo aguardar su momento, y siguió en la senda de la rectificación golpeando implacable, aprovechando, esta vez sí, un balón parado para que Saúl cabeceara a la red al comienzo del segundo período, y desde entonces, supo mandar como antes, sin el balón, sin apreturas, esperando el momento en el que asaltar el segundo zarpazo y acabar con uno de esos tantos partidos feos de los que solo interesa el resultado. Fue Griezmann, en una arrancada espectacular desde la medular, combinando con Gameiro, que había salido mediada la segunda parte para sustituir a un ensombrecido Torres, y llegando presto al remate en el borde del área chica para culminar su obra. Fue el gol que cerró el partido, por más que los de Mendilibar siguieron insistiendo como si lo que menos importase fuese el resultado, como si tuviese una deuda consigo mismo de demostrar a cada momento los principios que sostienen su sueño. Pudo haber marcado el Eibar, debió hacerlo, mereció hacerlo, pero el Atlético ha comenzado el año en ese modus operandis antiguo en el que parece imposible hacerle gol y da igual que la puerta la guarde Oblak que Moyá y no hubo pues merecimiento y compasión con el pequeño. El Atlético superó el incómodo obstáculo de Ipurúa y confía continuar el nuevo año sin salirse de su vieja senda.
Foto: clubatleticodemadrid.com