Lo cierto es que todo podía haber salido de una manera bien distinta si el Sevilla, apenas arrancado el partido, tal como sucedió en la Copa, hubiese encontrado el gol en una jugada fulgurante por la derecha que acabó con el remate a bocajarro de Muriel al borde del área pequeña. Pero allí estaba Oblak, un muro de carga sobre el que el Atleti sostiene su obra. Impertérrito, devolvió el gol garganta adentro del Pizjuán y anunció que esta vez todo iba a ser diferente.
Durante quince minutos el Atleti se entregó al empuje del Sevilla. Simeone había formado con Gabi, Thomas, Saúl y Koke en el medio, dejando poco lugar para la broma. El Sevilla cabalgó sobre la estela de su buen momento, del gran partido que realizó frente al Manchester en Champions y el Atleti trataba de contener el daño. Costa y Griezmann corrían hacia atrás más que hacia adelante y el balón era un amor con quince años, una ausencia permanente. Todo transcurría a favor de obra del Sevilla hasta que el monstruo salió de su cueva. Rondaba la primera media hora y fue una jugada como otra cualquiera, nada hacía presagiar su venida, pero así sucede con estos seres sobrenaturales que de repente aparecen y cambian el curso de todo lo que ocurre alrededor. Costa inició una arrancada que acabó perdiendo entre los dos centrales del Sevilla, se revolvió para recuperar y cometió una falta a Mercado, llegó Lenglet para poner la mano, el de Lagarto hizo como si le hubiesen disparado a quemarropa, el Pizjuán se enervó y el árbitro resolvió en entuerto como lo suele hacer en estas circunstancias: tarjeta para Costa. Es una ley no escrita de aplicación rigurosa: ante la duda, siempre la tarjeta para Costa. La amarilla, que parecía un condicionante gravoso para el partido, no fue más que el interruptor que encendió la luz del Atlético, fue la chispa que abrió la puerta de la jaula. Aquella jugada activó al delantero rojiblanco que en la siguiente jugada, tras una entrega comprometida de Rico a Banega, bufó, corrió, robó en la frontal, se internó en el área y fusiló al portero sevillista para trasladar el partido a un tiempo y lugar diferentes.
Con el gol, el Sevilla se descompuso los instantes justos que aprovechó el Atleti para ajusticiar el choque. En esta ocasión fue la clase exquisita de Griezmann, que agarró un bote pronto en la frontal, controló con ese toque de planta tan característico suyo, se metió entre una reunión defensores sevillistas, y, cuando ya estaban prestos a cerrarle la salida, colocó un derechazo a la escuadra de Rico que acababa de facto con el Sevilla y con el sonoro ambiente de Nervión.
En la segunda mitad, el Atleti se convirtió en un monstruo voraz que parecía querer cobrar venganzas antiguas y fue gol a gol sumiendo al Sevilla en una terrible pesadilla. En el cincuenta y uno, ¡oh milagro! una nueva arrancada de Costa terminó en penalti treinta jornadas después. Griezmann, que para ese momento ya se había ceñido el frac, ajustó la pelota suave y rasa al palo derecho de Sergio Rico. El Atleti se convirtió en una suerte de Caribdis en cuyos remolinos se ahogaba un Sevilla inoperante. Verticales, incisivos, rápidos, los hombres de Simeone se asociaban con meticulosidad: Koke aquí, Saúl allí, Vrsaljko, Filipe, Costa lanzando carreras de ida y vuelta, abriendo el espacio que ocupaba Griezmann, vestido de etiqueta, decidiendo los destinos de cada jugada. El francés activado acaparaba el juego, también sin balón, presión alta, recuperación, tacón y gol de Koke en el setenta y cinco. Acto seguido, mano a mano que el pequeño príncipe estrella en el palo haciendo temblar todo el barrio de Nervión. El Sevilla miraba el tiempo y pedía clemencia.
Simeone, resuelto el partido, comenzó a dar refresco y dio entrada a Correa, pero también a Vitolo y Gameiro, para terminar de encender a una hinchada que había salvado en la grada la dignidad perdida en el césped. Con un estadio en armas cada vez que uno de sus ex tocaba la pelota, el Atleti hizo el quinto, en un jugadón de Saúl por la izquierda que sirvió el pase de la muerte a Grizzi para que completase su hattrick y la manita a los de Montella. Con todo, pudo ser aún peor para los sevillistas, pero Antoine se empeñó en ceder el gol a Gameiro por dos veces dentro del área en una jugada que recordó a cuando jugábamos en el patio del colegio y el marcador ya había pasado a un segundo plano y el único objetivo era ya agacharse a cabecear sobre la línea. Tras aquello, la relajación caló de tal manera que permitió al Sevilla maquillar el resultado con un gol de Sarabia en el ochenta y cinco y otro de Nolito en el ochenta y nueve, pero la historia del partido había quedado escrita mucho antes. El monstruo se había retirado a la cueva dejando atrás una pesadilla recurrente, un recital y cinco goles incómodos para aquellos que gustan de sembrar de minas el trayecto.
Fotos: clubatleticodemadrid.com