Cuando éramos jóvenes y dueños de nuestras vidas y los días eran una secuencia interminable (que además parecía ilimitada) de días en la calle, en la que sólo había un balón en todo el barrio y muchas ganas de jugar, organizábamos la competición de una manera más justa y precisa de lo que lo hace ahora la Federación con la Copa. Echábamos pares y nones y elegíamos escrupulosamente por turnos. Los buenos quedaban ineludiblemente repartidos, al igual que los malos, había un equilibrio entre porteros, defensas y delanteros y el resultado era justamente el que se pretendía. Pachangas en las que parecía estar jugándose la Copa de Europa, porque los equipos se equilibraban. A veces, cuando el seleccionador no era muy ducho en la materia de elegir y erraba y aparecían desigualdades extremas, se corregían sobre la marcha las plantillas, o, cuando queríamos poner aprueba las agallas del equipo manifiestamente inferior, para ver si resistía, se le daban goles de ventaja. El objetivo era siempre el mismo: el equilibrio, la competición. La diversión era eso, competir, sentirte satisfecho cuando ganabas porque no era algo que venía de serie, regalado, había que lucharlo, ahí estaba todo lo que nos enamoraba del fútbol y que hace que aun ahora que los altos jerifaltes lo asesinan por la espalda sigamos fieles a él, pese a que ellos organizan las pachangas y todo lo que se mueve justamente al contrario de lo que buscábamos en los orígenes. Los buenos con los buenos y los malos con los malos y además, la alfombra roja para los que tienen el poder. El resultado puede observarse de una manera ridícula en esta Copa del Rey en la que la mayoría de los partidos en las rondas previas se han convertido en un trámite insufrible que vacía los estadios porque aleja a los aficionados de sus orígenes. El fútbol no es una pachanga inane.
Así llegó el Lleida, un segunda B, al Metropolitano, con un cuatro a cero en la ida y con ganas de disfrutar al menos de poder jugar en tan magno escenario. El partido fue un entrenamiento para los de Simeone que arrancaron fríos en la primera parte y en la segunda, ya con el cansancio acumulado en las botas de los ilerdenses, que se emplearon a fondo para dignificar su despedida de la competición, se rompieron las costuras del partido secundadas por la lógica que dicta la insalvable diferencia entre los dos equipos. Apareció Costa como siempre, para servir a Carrasco el uno a cero. El belga maquilló con el gol una mala actuación, muy intermitente e imprecisa. Tal vez no se sienta cómodo en los partidos menores pero lleva suficiente tiempo con Simeone para entender que cada minuto es oro, y mucho más ahora. El entrenamiento mostró el enorme potencial ofensivo que tiene el Atleti, y como la llegada de los nuevos lo ha multiplicado. Todos parecen más conectados, más competitivos. Torres realizó un gran partido en el juego asociativo que culminó con una extraordinaria jugada en la medular en la que controló giró, dribló y sirvió un pase en profundidad para que Vitolo refrendara su buena noche con su primer gol en rojiblanco. Antes, Gameiro había hecho el dos a cero empujando a la red un pase de Correa que también salió revolucionado dispuesto a mostrar que no va a dejar escapar su lugar. Simeone también usó la pachanga para medir a algunos canteranos: Sergi jugó todo el partido en el lateral izquierdo y cumplió con nota y Montoro, que tuvo una actuación discreta, jugó medio tiempo sustituyendo a Lucas Hernández.
El Atleti ya está en cuartos de la Copa, una competición que tal vez ahora empiece a mostrar el brillo, pero que hasta ahora no es sino un reflejo oscuro del fútbol que a todos nos enamoró. Sería sencillo cambiarlo, pero al parecer van a esperar hasta que los estadios se vacíen por completo y también los televisores, que tal vez sea lo único que les interese.
Foto: clubatleticodemadrid.com