En la obra de Saint-Exupéry, cuando el petit prince se despide del zorro, conoce a un guardagujas que le cuenta que la gente está yendo siempre de un lugar para otro porque nunca están satisfechos en el sitio en el que se encuentran. Todo lo contrario que los niños, los adultos no saben lo que buscan. El pequeño príncipe del Atlético, después de subir y bajar de tantos trenes imaginarios, como todas aquellas personas que durante toda su vida había visto el guardagujas, parece de repente haberse convertido en el niño que fue, para encontrar un lugar en el que estar satisfecho y hacer feliz a los demás. Ningún tren le llevará a un lugar mejor que en el que está ahora y eso es algo que Antoine debería aprender de la obra de su paisano.
Griezmann irrumpió en el partido para voltearlo todo. No importó que el Leganés se hubiese mostrado hasta entonces como un rival serio, ordenado sin el balón, constante con él, que se replegó lo necesario, pero no renunció a llegar a los dominios de Oblak. No importó que, de hecho, en los primeros quince minutos fuese el equipo pepinero quien estuviese más cerca del gol, con un fallo casi a bocajarro de Eraso y una doble ocasión en la que el larguero repelió un trallazo de Gumbau y Filipe el rechace que fusiló Pirés. No tal. Nada de eso importa cuando un jugador como Griezmann decide hacerse el dueño del partido. Uno, dos, tres, cuatro goles en un intervalo apenas de cincuenta minutos que anulan todo lo demás.
Desde aquella mágica noche de Falcao, las gentes del Calderón, ahora en el Metropolitano, no habían visto una exhibición igual. Avisó Griezmann al cuarto de hora colocando un tiro libre en el ángulo mismo de la cruceta, que repelió el balón y la lluvia acumulada. En la siguiente, una contra de las que se hizo cátedra en la ribera del Manzanares, Griezmann batió en el mano a mano a Cuéllar; era el minuto veinticinco y acababa de iniciarse una tormenta perfecta. Pero no fue una tempestad atronadora, fue más bien la constancia de una lluvia fina y exquisita que se deslizaba entre los acordes de un violín. Así es Griezmann, un delantero sutilmente certero, uno de esos jugadores que hacen virar el juego desde la inteligencia, desde la diferencia técnica. Un futbolista elegante, único, que empuja el balón a gol con la misma tranquilidad con la que da un pase atrás, tac, con la misma irrelevancia con la que da una asistencia imposible, tac.
En el treinta y cinco puso en la escuadra la segunda falta que agarró en la frontal. En la segunda mitad, con su talento ya desatado, destrozó a un Leganés que aguantó hasta donde pudo, que fue poco. Griezmann se convirtió en el centro de gravedad de un partido en el que todo parecía suceder en torno a él. Aparecía en la izquierda, en el medio, en la derecha, cabeceaba a gol como si fuese un nueve puro un centro exquisito de Filipe, cuya internada él mismo había iniciado con una suerte de revolera extraña. Hacia delante, Griezmann trotaba midiendo cada paso, aceleraba solo en la milésima exacta. Hacia atrás, corría como si no hubiera podido tocar aún el balón. Tarjeta en zona defensiva por emplearse con exceso en la recuperación, remate mordido a centro de Costa que termina también en gol, como si tuviese un imán que dirige no sólo el balón, sino también al portero y los designios de todo cuanto acontece a su alrededor.
Simeone le dio descanso pensando en el Barcelona y también pensando en él mismo, para que recogiese el amor de su casa ¿quién sabe cuántos goles más hubiera podido hacer en los veinte minutos que faltaban? Salió Griezmann y empezaron a apagarse las luces, la función había acabado. Ahora está el Camp Nou en el horizonte cercano y un poco más allá, el guardagujas con su gastada levita que le recuerda a Antoine aquello de las personas insatisfechas. A veces nuestro lugar en el mundo está tan cerca que sólo podemos reconocerlo cuando nos hemos alejado de él. Griezmann tiene ejemplos cercanos para no cometer ese error y al guardagujas al final de su cuento, ojalá pueda escucharlo.
Foto: clubatleticodemadrid.com