“Los jugadores juegan donde quieren jugar” es una frase que popularizó Enrique Cerezo para justificar, temporada tras temporada, la venta de las estrellas del equipo cada verano. Situándose en el papel de mártir, el presidente del Atlético de Madrid colocaba como inevitable la marcha de un jugador cuando él se quiere marchar. Este verano con Diego Costa hemos comprobado que esa frase no es del todo real, porque por encima de la voluntad del futbolista tenemos que analizar si el dueño del club ha venido al fútbol a servir o a servirse del fútbol.
Cuando un jugador se quiere marchar de su club, pero el dueño, como Roman Abramovich no ha venido al fútbol a hacer negocio, sino a aportar al club, no va a tener el mínimo reparo en dejarlo en la grada un año, aunque le tenga que pagar la ficha. Más importante que el dinero es la autoridad del propietario y el respeto a la entidad.
En cambio, como es el caso de Gil Marín, cuando vives del fútbol, cuando tu único negocio es el fútbol, cuando tu padre te ha legado como herencia que tus ingresos provengan del fútbol, tu único objetivo es hacer caja y como en esos restaurante que tienen hasta los cuadros en venta, en el Atleti está en venta hasta el escudo, lo importante es generar ingresos, todo lo demás, incluso los títulos, es muy secundario.
Siendo año de Mundial, que Diego Costa querrá jugar, se pensaban que la presión del futbolista iba a ser suficiente para sacarle a precio de saldo, pero el Chelsea tiene un dueño que impone su voluntad al negocio y si queremos ver a Costa de rojiblanco, tendrán que aflojar la pasta que pide Abramovich porque al ruso no le preocupa tenerle un año en Lagarto jugando en la playa y el Cholo, a volver a intentar el milagro con Gameiro y Torres, hasta que se canse.
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