Meterle cuatro al Madrid

Ayer me recordó Facebook que se cumplían tres años de aquel partido mágico del Calderón en el que le metimos cuatro al Madrid. Me lo recordó con una foto que nos hicimos los dos, de rojiblanco, en el sofá de casa (¿por qué ese día no fui al estadio?) escenificando con sorna el marcador para el recuerdo postrero. Darío, que así se llama mi hijo, no había cumplido todavía los cinco años, con lo que difícilmente podrá acordarse de ese momento cuando, ya de mayor, consulte estas fotografías pulcras, cabales, cargadas de cuidado y corrección. Será difícil que él recuerde, como yo, aquella otra vez que le metimos cuatro al Madrid, hace ya más de treinta años.

Esa noche, cuando acabó el partido, del que no conservo en mi memoria imagen alguna, ni si lo vimos por la televisión, ni si lo escuchamos por la radio, mi padre no hizo una foto para el recuerdo, si no que nos metió a los tres hermanos en la parte trasera del Simca 1000, con el pijama puesto, porque en esa época todavía no había camisetas, y envueltos en las banderas rojiblancas que teníamos nos llevó a uno de los bares del pueblo, que estaba regentado por un madridista irredento. En el bar no había nadie, sólo nosotros y una oscuridad incrustada, como si se hubiera declarado luto oficial por el resultado. Al poco empezó a oírse a lo lejos el rumor de un claxon que se hizo insoportable cuando el vehículo llegó a la puerta del local y de él se bajaron otros tres niños en pijama, más banderas y un señor sonriente que era socio de la cooperativa de mi padre. Los niños entramos al bar ondeando banderas y aquel señor que lo regentaba no dijo una sola palabra ni cambió un solo instante su gesto amargo, contrariado, durante todo el tiempo que estuvimos allí. Mi padre y su compañero se reían observando la algarabía de nuestros cánticos y las banderas y se daban codazos divertidos observando el semblante mustio del dueño de aquel bar que con el tiempo terminó montando allí una peña madridista de nombre impronunciable. Aquello era un ignoto pueblo de Córdoba y allí estábamos toda la representación que tenía el Atleti a tantos kilómetros de distancia de Madrid, el lugar donde la pasión podía vivirse en directo.

Aquella manera extraña que tuvieron mi padre –que no era de sacarnos mucho a los bares- y su socio de celebrar el cuatro a cero quedó grabada en mí para siempre, sin necesidad de que hubiera un Facebook que me lo recuerde. Madrid quedaba lejos, el Calderón no era sino un sueño lejano en aquel pequeño y lejano pueblo cordobés pero ahí estábamos nosotros, en una metáfora perfecta de lo que es el Atleti: en minoría, en un lugar cualquiera, orgullosos de ser lo que somos, molestando a rabiar.

Autor: José Luis Pineda

Colchonero. Finitista. Torrista. Nanaísta. Lector. Escribidor a ratos. Vivo en rojiblanco.

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