Fue con un vikingo. En serio. No había cumplido aún los doce años porque recuerdo que estaba en sexto de la extinta EGB, comenzando lo que se llamaba “segunda etapa”. Una amiga de mi hermana tenía a su vez un hermano que apenas salía a la calle. Era un paquete jugando al fútbol y un tipo insoportable, sin amigos. Uno de esos que ahora se llaman frikis y que ahora resultan simpáticos pero que antes sólo recibían desprecio, collejas y un bulling callejero que te cagas. Bien. El muy pringado era vikingo y su padre, socio del Real Madrid. Por aquella época yo quería ser santo con todas mis fuerzas y hacía cosas increíbles como, por ejemplo, acompañar a este chaval a comer espaguetis a casa de sus tíos –que vivían en Herrera Oria- y luego ir al Bernabéu a ver jugar al Castilla de Butragueño, Míchel, Pardeza y Martín Vázquez. La entrada costaba 50 ridículas pesetas. Recuerdo que el portero reserva era un tal Elola y que siempre nos poníamos detrás de su portería en los calentamientos porque distraía algún balón a la grada con el fin de facilitar a la chavalería que lo pudiera mangar sin problema.
Yo vivía en San Blas. Eran los años ochenta. No hay más preguntas. Lo cierto es que me encantaba cómo jugaba al fútbol el Castilla. Ese año ganaron la Liga. Pero por mucho que me sacrificase por el friqui en pos de mi anhelada santidad, yo era rojiblanco desde el seno materno. Del Sporting de Gijón por parte de la familia de mi carbayona madre y del Atlético de Madrid por parte de la de mi merengón padre. Llegó el día del derbi en segunda división. Partido de vuelta. El Castilla iba líder y jugaba en el Vicente Calderón. El Madrileño no tenía opciones de nada, pero era un derbi. Y allá que fuimos el inadaptado vikingo y un servidor. Fue entrar en el estadio y querer quedarme allí para siempre. Como si estuviera en mi casa. Juro que nunca me había sentido así de tranquilo y a gusto en ninguna de mis repetidas visitas a Concha Espina.
Había menos gente que en la cuadra, pero infinitamente más ambiente. La gente gritaba más. Todos cantaban, se levantaban, gesticulaban. La grada estaba viva. Era como si el equipo y los aficionados fueran una misma cosa. Como si las rayas fueran más allá del uniforme de los jugadores. Y eso que, de aquella, nadie en la grada llevaba la camiseta. Pero hasta en eso era diferente. En el Bernabéu todos iban vestidos de calle, todo era gris. En el Calderón había bufandas, banderas, gorras y hasta paraguas en rojo y blanco.
Nos sentamos muy cerca de los banquillos para evitar a los nacientes grupos ultras que ya se ubicaban en los fondos y eran auténticas bandas de matones. Gente muy chunga. Los del Frente Atlético en el fondo sur, con muchísimas banderas y muchísimos palos sin ellas. Los Ultra Sur en el fondo norte. No había asientos de plástico. Eran unos bancos de cemento corrido. Pero estábamos sentados. El césped olía a recién cortado. Creo recordar que era un partido de mañana. Hacía sol pero íbamos abrigados. En el descanso los ultras se cambiaron de fondo. Al hacerlo se cruzaron en el lugar donde estábamos sentados. Y nos pilló en medio una algarabía de carreras, gritos y palos. Muchos palos. Salimos indemnes de milagro. Al final perdió el Madrileño 2-3 ante un Castilla que acabó campeón de Segunda seguido por el Bilbao Athletic en la clasificación. Los nuestros terminaron décimocuartos. Se libraron del descenso. Yo ascendí a los cielos. Descubrí por qué soy del Atleti y juré que volvería a ese estadio siempre que pudiera. Y así hasta hoy.
Foto: colchonero.com