Nunca es nunca (3-2)

El Atlético-Celta fue uno de esos partidos que rara vez se ve en estos tiempos tan normalizados y que recuerda al fútbol de la infancia, en el que la única obsesión era sacar rápido para intentar hacer otro gol. Uno de aquellos partidos en los que el marcador se difumina a base de ida y vuelta, en los que no hay táctica, ni corsés, ni prudencia. Un partido en los que a veces parece no estar en juego nada y a veces parece que en cada pelota medie la vida. Un canto al origen, a la emoción, a la linda ingenuidad de recordarse bajo la lluvia, empapados de ilusión, corriendo tras el gol.

Sin tiempo para que el público hubiese preparado sus paraguas, apenas el minuto cinco, el partido se desbocó con un error de Moyá a la salida de un córner, que sirvió el gol en bandeja a Cabral. Ese gol rompió todos los esquemas pero el Atlético intentó que no le hiciese daño, tratando de enterrarlo en el olvido lo antes posible. Fernando Torres recibió de espaldas en el interior del área, cercano al vértice, realizó un control elevado y en un escorzo inverosímil, con la portería tras él, alojó el balón en la escuadra. El Calderón estalló mientras Sergio Álvarez recogía su resignación de dentro de la portería, desorientado, sin alcanzar a entender demasiado bien cómo había llegado hasta allí. Fue un golazo descomunal que inauguró el partido de la infancia.

Todo lo que vino después fue una incesante sucesión de idas y venidas a una y otra portería. El Atlético robaba y, sin transición, circundaba los dominios de Álvarez. Cuando la pelota la tenían los de Berizzo, intentaban retener la más, pero siempre con una verticalidad vertiginosa. No hubo muchas ocasiones claras, un palo de Jozabed, un disparo de Carrasco, pero sí la sensación de que el gol se escondía detrás de esas alternancias infinitas. A la media hora el colegiado cobró un penalti inexistente sobre Carrasco y el Atlético prolongó un capítulo más de esa novela de terror en que se han convertido las penas máximas a favor. Esta vez fue Torres, henchido de confianza tras su gol, quien mandó al larguero la oportunidad de haber puesto por delante a su equipo y quién sabe si haber inaugurado un partido nuevo.

En la segunda mitad, condicionados por el físico, cambió la morfología del encuentro, pero no el espíritu. El Atlético necesitaba los tres puntos e iba a por ellos con sus armas, un tanto atascado en la última línea, con Carrasco muy voluntarioso pero Griezmann desaparecido y Torres que empezaba a acusar el cansancio. Simeone quiso dar entrada a Correa por el belga pero en el último instante Saúl pidió ser sustituido por molestias tras un golpe. Carrasco, que ya enfilaba el vestuario se quedó dentro y ni siquiera él podría imaginar entonces que terminaría siendo uno de los hombres del partido.

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Gameiro sirve a Griezmann el gol de la victoria. Foto: clubatleticodemadrid.com

El Celta, ordenado, y empleado en diseñar el contragolpe, lanzaba ataques mortíferos. En uno de ellos, Guidetti sacó el balón del estadio cuando tenía todo el tiempo y el espacio para haber fusilado a Moyá. Poco después, cuando faltaban trece para el final, en una contra de tiralíneas iniciada por Aspas, Wass sirvió de nuevo al rubio delantero sueco que esta vez no perdonó a Moyá con un derechazo desde dentro del área. Fue un momento crítico, algunos bajaron los brazos, otros se marcharon, incluso algunos se atrevieron a silbar. Todos esos habían olvidado una premisa básica de este nuevo Atlético de Madrid, que como todos ustedes saben es el viejo: no rendirse nunca.

Así, en el ochenta y cinco, cuando el equipo vigués ya saboreaba el asalto al Manzanares, Carrasco agarró un voleón en la frontal que puso el empate arriba y al estadio abajo. El Calderón hizo temblar el sur de Madrid y los que quedaron, los puristas, los que no olvidan las leyes sobre las que se cimenta su pasión, supeieron dar ese arreón único de las noches especiales que electricidad al césped y también la certeza de que el empate no era suficiente. Dos minutos después, en una jugada por la derecha, Gameiro, que había entrado sustituyendo a Torres, hizo una generosa dejada para que Griezmann fusilase a bocajarro una remontada fascinante. Todavía antes de acabar Gameiro mandó otro balón al larguero en lo que pudo haber sido una locura goleadora a la postre.

El Atleti-Celta fue uno de esos partidos que cuesta olvidar y el Atlético rescató un triunfo que más allá de su importancia clasificatoria, eleva su sentido anímico para lo que ahora le viene, un triunfo que le recuerda a todos aquellos indecisos, igual que aquel descanso contra el Barcelona, igual que aquel partido de vuelta en el Camp Nou, que nunca significa nunca y siempre significa siempre. El Atlético de Simeone no va a rendirse nunca. El Atlético de Simeone va a pelearlo siempre.

 

Foto: clubatleticodemadrid.com

 

Autor: José Luis Pineda

Colchonero. Finitista. Torrista. Nanaísta. Lector. Escribidor a ratos. Vivo en rojiblanco.

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