El Atlético nunca se rinde (1-2)

Es una frase de filosofía simple que algunos parecen olvidar en cuanto un partido se tuerce, cuando el éxito empieza a alejarse. Los amigos de lo efímero olvidan con facilidad algo que es consustancial a la Historia de un club que se ha forjado revolviéndose siempre contra lo establecido, forzando lo imprevisible, abrazando aquello que a la mayoría le parece inimaginable. Hay muchas frases para resumir ese sentir que aglutina tantos años de felicidad rojiblanca, pero la de anoche es simple: el Atlético nunca se rinde.

Era una semifinal y en frente estaba el peor rival posible. Un monstruo el Barcelona que recién empezado el partido parecía haberlo acabado. El Atlético trataba de asentarse, de coger el pulso a una noche tan especial y en esas Luis Suárez acabó con todos los guiones escritos, recibió con mucho espacio por delante tras una pérdida mortal de Griezmann y con un toque habilidoso dejó fuera del marco a toda la defensa del Atlético. Fue un gol de potrero, en el que el uruguayo, un goleador con instinto caníbal devoraba metros ya con el gol sobrevolando, arrasó a Savic y Godín a un toque y a otro, cruzó a Moyá que no supo si salir, si esperar y acabó asistiendo como un espectador más al golazo que destrozaba todos los planes de inicio.

A raíz del gol el Atlético se sumergió en la duda. Dudó si ir a buscar arriba, dudó sobre cómo contener la herida, dudó sobre sí mismo y el resultado fue simple. El Barcelona, experto en liquidar equipos que dudan, se empleó en hacerlo. El Atlético tuvo miedo del choque, del balón dividido, reculó y se partió, concediendo más metros de los que Neymar, Suárez y Messi necesitan para fagocitar a sus víctimas. El Barcelona es el mejor, todos lo saben, y tal vez gran parte de eso se sustenta en que ahí juega un tipo que no solo es el mejor del momento, sino el mejor de todos los momentos, de todos los tiempos, un tipo que agarra la pelota en el medio y es el mejor mediocampista, un tipo que ordena el juego desde el lateral, con una diagonal, con pausa, arranque, pausa, un jugador pequeño que hace girar los partidos en torno a su pierna izquierda, que piensa no más rápido que el resto, que también, sino diferente al resto. Un tipo que asiste y que coloca la pelota en la escuadra con una mezcla inverosímil de suavidad y violencia. Cuando Messi cose la pelota a su bota en vuelo rondando la frontal se hace el silencio, los jugadores van cayendo a sus lados como en una secuencia a cámara lenta de un western antiguo y al final siempre llega el grito. Con esa obra de arte hizo el segundo y ahí fue cuando ya todos olvidaron la filosofía del Atlético. El partido estaba hecho, la eliminatoria estaba hecha, el Atlético estaba muerto y el Barcelona imponente, pero los de Simeone consiguieron llegar al descanso así, solo con esa apariencia de entierro y entonces, todo cambió.

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Paradón de Moyá a Messi. Foto: clubatleticodemadrid.com

El Cholo debió apelar a la épica, al sentimiento, debió encontrar qué fibra tocar en el intermedio. Eso y que metió a Torres en el campo en sustitución de Vrsaljko, lo que propició que Juanfran ocupase su posición habitual y el equipo se ordenara de repente. Una pieza encajó todo el sistema. Desde el arranque, el Atlético fue otro. Disipó la duda, abrió los costados con sus laterales de siempre, Filipe y Juanfran, profundos, incisivos, llegando una y otra vez con peligro por el costado. Ganó los duelos individuales, encendió el click mágico del Calderón y la grada conectó con un equipo que para aquellos que no estudiaron filosofía parecía muerto. Torres resucitado era una pesadilla constante para el Barcelona, recibía de espaldas, habilitaba una y otra vez, caía a la banda desordenando a un Barcelona que trataba de contener el vendaval atlético.

La pseudoestrategia volvió a funcionar y Godín habilitó de cabeza para que Griezmann empujase a la red el gol que devolvía la vida a un equipo que nunca estuvo muerto, aunque lo pareciera. En la siguiente jugada, una combinación eléctrica por la izquierda terminó con otro remate a bocajarro del francés que se estrelló en el cuerpo de Cilessen. El Atlético quería más y no se detuvo en el intento. Simeone dio entrada a Gaitán y Gameiro por dos desacertados Saúl y Carrasco y los colchoneros volcaron el tapete sobre el fondo norte del Calderón. Lo pusieron todo, lo dejaron todo. Gabi se bastó solo para hacerse el dueño del centro del campo, estuvo en todos lados, omnimpresente, inmenso, justo como el mejor Gabi de siempre: conteniendo, iniciando, incluso llegando muy cerca de un gol que tuvo muy cerca en una combinación dentro del área con Torres.

El Barcelona trataba de finiquitar el asunto con algún contragolpe aislado pero la voracidad del atlético tan sólo le dejó margen para que Messi siguiese buscando las telarañas de las escuadras a balón parado. Esta vez encontró a Moyá. Y el Atlético volvió a lo suyo, por la izquierda, por la derecha, Torres de espuela y uy, Torres desde la frontal y uy, Gameiro solo, con todo el tiempo del mundo y uy, Koke trastabillado y uy, Filipe por la izquierda, Juanfran por la derecha, centros precisos, pasados, sin encontrar a nadie. Un uy permanente que impidió que el Atlético diera vuelta a un partido en una segunda parte primorosa en la que todos reconocieron al equipo que siempre quieren ver. Pero la falta de gol también estuvo y dejó aquel amago de épica a medio terminar.

A todos los enterradores del Cholismo el equipo mandó su enésimo aviso. A los que celebraban el pase, también. Después de la última vida, siempre hay una adicional. Es puro adn colchonero, algo que siempre va a traspasar el momento: un atlético nunca se rinde.

 

Foto: clubatleticodemadrid.com

 

Autor: José Luis Pineda

Colchonero. Finitista. Torrista. Nanaísta. Lector. Escribidor a ratos. Vivo en rojiblanco.

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